Diego
Catalina me mira como si deseara que la tierra se abriera bajo mis pies, me tragara y me escupiera directo al infierno. La mujer hace poco —muy poco— por fingir que es una esposa dulce y encantadora. Cada vez que el jefe menciona algo sobre “tiempo de hombres”, su expresión cambia como si le estuvieran sirviendo un trago de ácido en lugar de un cóctel con sombrillita.
Que por cierto, el cóctel está delicioso, aunque nadie lo bebería si Catalina lo estuviese promocionando en este momento porque es como si chupara un limón con mucha sal.
Estamos los cuatro cenando en el restaurante del hotel, y no puedo negar que el vestido veraniego que lleva Catalina es precioso. Se ve hermosa, aunque la belleza se le empaña un poco cuando me lanza maldiciones con la mirada cada vez que el jefe me sonríe más de tres veces seguidas. Es como si con cada sonrisa que me da el jefe Catalina estuviese haciendo un canto satanico en su cabeza para llevarme a la muerte de la forma más rápida y eficaz posible.
—Siempre es lindo compartir con los jóvenes de hoy en día —dice Lorenne, con esa sonrisa perfecta de quien parece no haber tenido un mal día en su vida.
Ambos fingimos sonreír también, aunque debajo de la mesa la guerra continúa. Busco la mano de mi querida esposa, que es tan cariñosa como un cactus en pleno desierto, porque apenas me roza, me pellizca los dedos intentando apartarme, pero no me rindo. Logro entrelazar nuestros dedos y, antes de que me los rompa, levanto nuestras manos por encima de la mesa y deposito un beso en el dorso de la suya.
Catalina se estremece. No sé si por el gesto romántico o porque está planeando mi funeral mentalmente.
—Gracias por la invitación —digo, aprovechando el momento para actuar de esposo modelo—. La boda fue algo apresurada y poco planeada, así que no tuvimos una gran celebración. Pero ya que estamos aquí por trabajo, quisimos aprovechar para pasar un poco de tiempo en pareja.
La sonrisa que me lanza Catalina podría haber ganado un Oscar... si los Oscars premiaran las sonrisas homicidas.
—No seas tan formal —dice Lorenne, mirando a su esposo con ternura—. Me recuerda nuestros tiempos de juventud. El amor es tan bonito, y ustedes se ven tan enamorados.
—Muy enamorados —menciona el jefe.
Catalina y yo soltamos una risita sincronizada, tan falsa que podría derretir el plástico de las flores del centro de mesa.
—Esta noche hay concursos de parejas —anuncia Lorenne con un brillo travieso en los ojos—. Queremos decirles que no dejaremos que nos venzan, aunque estemos algo viejos... estos huesos todavía aguantan.
Catalina palidece y yo también.
—¿Concursos de parejas? —pregunta ella, tensando la voz con una sonrisa que parece sacada directamente de una película de terror.
—Claro, querida. Estaba en el banner que les envié cuando se fueron a descansar. ¿No lo viste?
Giro los ojos hacia ella. Catalina me devuelve la mirada con una mueca tan sincera como un billete falso. Si hubiéramos sabido que había un concurso de parejas, te aseguro que ninguno habría salido de esa habitación. Pero ahora estamos atrapados, observados por la mirada diabólicamente entusiasta de nuestro jefe, que sonríe como si esto fuera su programa favorito.
—¡Nos encanta! —exclama Catalina, con la voz más fingida del planeta—. Aunque dudo que podamos ganarle a una pareja con cuarenta años de matrimonio —susurra luego, intentando que solo yo la oiga.
—Oh, querida —responde Lorenne con aire triunfal—, cuando hay amor, los concursos son pan comido. Algo me dice que ustedes serán los ganadores.
Catalina respira hondo, me lanza una mirada que mezcla resignación y amenazas silenciosas, y aparta los ojos.
—Entonces terminen de comer, porque tenemos mucho que hacer esta noche —dice el jefe con un entusiasmo que, por desgracia, ninguno de nosotros comparte.
Yo solo sonrío. Catalina aprieta el tenedor como si estuviera considerando usarlo como arma. Y de pronto entiendo: esta noche, más que un concurso de parejas, esto será una prueba de supervivencia. Porque todo lo que sé de mi esposa es que en el momento en que me descuide solo un poco voy a morir en sus delicadas manos.
Cuando terminamos de cenar y retiran nuestros platos, el jefe se levanta y todos seguimos su ejemplo y me doy cuenta de que la verdadera tortura acaba de iniciar. Secretamente estoy pensando que el jefe simplemente quiere ser un maldito y vengarse por todos los errores que tanto Catalina como yo hemos cometido.
Nuestro querido jefe, con más energía que un animador de crucero, nos guía junto con otras parejas hacia una zona abierta del hotel. Es un anfiteatro al aire libre, con luces cálidas, una fuente al centro y un escenario decorado con corazones de papel y flores artificiales que parecen haber sobrevivido tres temporadas de tormentas tropicales.
Catalina camina a mi lado en silencio, aunque puedo sentir su energía homicida vibrando como un campo electromagnético. Si me acerco demasiado, seguro me da una descarga.
—No puedo creer esto —murmura entre dientes, sin dejar de sonreír como si estuviera en un comercial de pasta dental.
—Yo sí puedo —respondo, ofreciéndole mi brazo—. El universo tiene un sentido del humor retorcido, y nosotros somos su broma favorita.
Ella me lanza una mirada fulminante, pero igual toma mi brazo porque Lorenne nos está observando con una sonrisa que dice “estos dos están hechos el uno para el otro”.
Pobrecita. Si supiera que lo único que Catalina quiere hacer es enterrarme bajo ese escenario romántico.
Cuando llegamos, hay al menos diez parejas sentadas en filas de sillas decoradas con cintas rojas. Una mujer con un micrófono y una voz demasiado entusiasta anuncia:
—¡Bienvenidos al Gran Concurso de Parejas de nuestro hotel! ¡Para las parejas que dieron su sí para siempre y que demuestran que el amor aun existe!