Catalina
Creo que tanto Diego como yo hemos pasado las últimas horas metidos en un espacio al que ninguno de los dos está acostumbrado, y eso se nota en mi rostro, aunque mi tortura parece divertirlo muchísimo. Hemos hecho toda clase de juegos absurdos que ya ni sé cuánto orgullo hemos tirado por el suelo con tal de seguir participando. Y la verdad, si no fuera porque la esposa de mi jefe está aplaudiendo y gritando “¡Vamos, ustedes pueden!”, no encontraría una sola razón por la que en este momento tengo una mano apoyada en el hombro de Diego, su otra mano firmemente sujeta a mi cintura, mi cuerpo peligrosamente cerca del suyo, y su sonrisa de idiota que me enerva hasta la médula.
Aun así, no digo nada mientras tomo su otra mano, porque, según la dinámica, se supone que vamos a bailar.
—La música empieza, participantes dejen sus mejores pasos. —un merengue animado, de esos que te obligan a moverte aunque no quieras suena, y claro, el maldito Diego sabe bailar. Me guía con una seguridad irritante, mientras yo intento seguirle el ritmo sin parecer una estatua torpe. Lo peor es que, aunque juro negarlo incluso bajo tortura, me estoy divirtiendo. Mucho. Pero prefiero tragarme un limón entero antes de dejar que Diego lo note, porque mi orgullo vale más que mi dignidad en este momento.
—Sígueme, más suave —me ordena con voz grave, como si fuera un bailarín profesional del Caribe.
Pongo los ojos en blanco para no soltar lo primero que se me ocurre, y trato de concentrarme en no pisarle los pies. Pero no ayuda que su maldito perfume —ese que huele a madera, a peligro y a hombre que se sabe guapo— me esté dejando un poco atontada. No es culpa mía, claramente.
Y claro, como si la situación no fuera ya lo suficientemente comprometedora, Diego me atrae más hacia él. Su mano se desliza con descaro por mi espalda, nuestros cuerpos se rozan, y nuestros ojos se quedan atrapados en una mirada que dura más de lo prudente. Tal vez sea el ritmo, tal vez sea el calor, o tal vez esté perdiendo la cabeza, pero le sonrío. Y él, sorprendentemente, me devuelve la sonrisa.
Me hace girar con una soltura que me deja sin aire, y cuando vuelvo a caer contra su pecho, el público estalla en aplausos y gritos de ánimo. Y ahí estoy yo, riéndome sin poder evitarlo, mientras mis mejillas arden y su mano baja peligrosamente a mi espalda baja. Mis tacones me dejan a escasos centímetros de su boca, y por un segundo me pierdo en la intensidad de sus ojos.
—Mejoró tu baile —susurra con voz baja, casi ronca, tan cerca que me roza la piel con cada palabra.
—Soy una estupenda bailarina —respondo sin apartarme un solo segundo.
La canción termina, pero no me muevo. No puedo apartar los ojos de él aunque el lugar esté lleno de aplausos. Y entonces, Diego levanta la mano y, con una ternura inesperada, me aparta un mechón de pelo del rostro. Su sonrisa es suave, cálida... y antes de que mi cerebro logre procesarlo, se inclina y sus labios rozan los míos. Un escalofrío peligroso recorre mi cuerpo y no puedo apartarme, aunque esté sobría, aunque sé que es la boca de Diego la que está tocando la mía con la suavidad que nunca pensé que él tendría.
El estruendo de la gente me saca del trance. Me aparto bruscamente, con el corazón desbocado y la mente hecha un lío. Diego también parece aturdido, parpadea rápido y suelta mi cintura.
—Aunque no tienen los mejores pasos... ¡sin duda ellos son los ganadores de esta ronda! —grita la presentadora, eufórica.
Yo siento que el rostro me va a explotar de la vergüenza. Él sonríe, triunfante. Yo quiero desaparecer bajo tierra. Y el público… bueno, el público ya decidió que somos la pareja del momento.
El corazón todavía me late como si hubiera corrido un maratón. Mis manos tiemblan, y aunque intento poner la mejor cara de “todo bajo control”, mi respiración delata que nada está bajo control. Diego, por su parte, parece haber nacido para el ridículo: sonríe, se pasa una mano por el cabello y hasta saluda al público como si acabáramos de ganar un campeonato mundial de baile.
—No mires así —me dice en voz baja, inclinándose hacia mí mientras la presentadora anuncia que debemos pasar al frente a recibir el premio—. Solo fue un baile.
—¿Un baile? —repito con un tono entre incrédulo y homicida—. ¡Me besaste frente a medio mundo, Diego!
—Te corrijo —responde con una sonrisita arrogante—: rozamos los labios. Técnicamente, ni siquiera fue un beso.
—¿Y técnicamente quieres que te tire este trofeo en la cabeza o lo hacemos simbólicamente también?
Su risa es suave, pero lo suficientemente audible para que varias personas nos miren y crean que estamos compartiendo un momento romántico. Si supieran las ganas que tengo de extrangularlo, no nos mirarían con tanta ternura.
Subimos al escenario. Nos entregan una pequeña estatuilla ridícula con forma de corazón y la esposa de mi jefe insiste en tomarnos una foto juntos. Yo sonrío con tanta fuerza que siento que se me va a fracturar la mandíbula, mientras Diego —el descarado— pasa un brazo por mis hombros como si fuéramos una pareja feliz.
Cuando por fin bajamos del escenario, me doy la vuelta con la intención de decirle algo lo suficientemente cortante como para dejarle el ego en ruinas, pero él se me adelanta:
—Admitelo, Cata. Te gustó.
—Claro —respondo con sarcasmo—, justo lo que soñaba de niña: ser humillada en público por un hombre que baila demasiado bien para su propio bien.
—No te vi tan humillada cuando sonreías —replica, acercándose un poco más de lo que la prudencia permite—. De hecho, juraría que hasta suspiraste.
—Eso fue porque casi me pisas el pie.
—Ajá, claro.
—¡Diego! —le gruño, y empiezo a caminar hacia la mesa, decidida a poner distancia antes de hacer algo estúpido, como volver a mirar esos malditos ojos verdes que me tienen confundida.