Ni soy una dama, ni él un caballero

CAPÍTULO 16

Diego

Catalina se está riendo y eso es tan raro como ver a un gato meterse al agua solo, pero, honestamente, es precioso. Sus mejillas están encendidas, poderosamente sonrojadas, y sus ojos se achican cada vez que intenta contener la risa que el show de comedia provoca. La gente aplaude, el presentador suelta un chiste malo tras otro, y yo, bueno, yo no escucho ni la mitad.

Mis ojos deberían estar enfocados en el escenario, en esos pobres comediantes que hacen lo imposible por captar la atención del público, pero no puedo. Simplemente no puedo apartar la mirada de mi esposa. Hay algo en la forma en que sonríe, en cómo inclina la cabeza hacia atrás cuando suelta una carcajada, que me hace olvidar por completo que supuestamente deberíamos seguir odiándonos.

Mientras Catalina busca a tientas su copa sin apartar la vista del escenario, mis manos actúan por su cuenta y se la acercan, sin que ella se dé cuenta. No sé por qué lo hago. Tal vez porque no quiero que esa expresión desaparezca de su rostro. Esa felicidad —genuina, despreocupada— no la veo muy a menudo, y verla ahora me desarma.

Solo cuando siento una mirada pesada clavada en mí, aparto los ojos de ella. Es mi jefe. Nos observa con una expresión que no sé si es de orgullo, curiosidad o pura diversión. Me siento atrapado en el acto, como un ladrón de sonrisas ajenas, y me incorporo enseguida, carraspeando como si eso borrara lo obvio. Catalina me mira, y yo me pongo tan tenso que hasta el aire parece notar mi incomodidad.

—Iré al servicio —le digo, sin que ella lo haya preguntado.

Ella solo asiente, probablemente celebrando mi retirada silenciosa, y yo me escapo del salón con una sonrisa torpe y un suspiro que me vacía los pulmones. El aire fresco de la noche acaricia mi rostro y me recuerda que sigo siendo un ser humano, no un idiota completamente enamorado (aunque el jurado aún está deliberando).

Camino bajo las luces del resort, con los murmullos de la fiesta a mis espaldas, hasta que el sonido de las olas me alcanza. Me detengo, dejo que la brisa marina me despeine y pienso que este viaje fue una idea estúpidamente mala. Porque, siendo honesto, empiezo a tener pensamientos que no debería tener.

Pensamientos como: ¿qué pasará cuando el show termine y tengamos que compartir la misma habitación?
¿Y si Catalina se pone el pijama ese de seda azul que parece diseñado para poner a prueba mi autocontrol?
Definitivamente, una pésima idea.

—¿Todo bien, muchacho? —la voz de mi jefe me saca de mis pensamientos pecaminosos. Me doy vuelta y lo veo acercarse con su clásica sonrisa de tiburón satisfecho. —Pareces preocupado —añade, y casi me dan ganas de culparlo a él por todo este desastre.

Porque, vamos, hace apenas unas semanas mi vida era tranquila. Tenía mi soledad, mis horarios, mi control. Y ahora estoy… casado. Con una mujer que me detesta, me desafía, me vuelve loco y, lo peor de todo, que últimamente empiezo a encontrar peligrosamente atractiva.

—Estoy bien, solo un poco cansado —miento, encogiéndome de hombros.

Él me observa en silencio, como si leyera mis pensamientos (y honestamente, si pudiera, me despediría ahora mismo). Finalmente, asiente con lentitud.

—Supongo que debe ser agotador seguir luchando contra lo que sientes por ella.

Lo miro confundido, casi atragantándome con el aire.

—¿De qué habla? —pregunto, con la mejor cara de “no tengo idea de lo que dice, señor” que puedo poner.

Mi jefe ríe, palmeándome el hombro con complicidad.

—De que te gusta tu esposa, Diego. Y eso no está mal —da un sorbo a su trago—. Te gustó desde el primer día en que los presenté, aunque intentaras disimularlo. Mi consejo: deja de resistirte. A veces, pelear contra lo inevitable solo te deja más cansado.

Me da una última palmada, de esas que suenan a bendición o sentencia, y se aleja dejándome solo, mirando las olas y preguntándome cómo diablos terminé metido en esta locura.

***********

Escucho a Catalina cantar en la ducha… y es una tortura auditiva digna de lanzarme de un puente. Si existiera un concurso de desafinación, ella ganaría el primer lugar, el trofeo, el público y la retransmisión mundial. Pongo los ojos en blanco, porque, al parecer, esta mujer no tiene ni la más mínima noción de lo que es la vergüenza.

Estoy seriamente tentado a grabarla y subir el video con el título: “Mi esposa canta como si invocara demonios”. Sería viral en segundos. Pero luego recuerdo que Catalina tiene una tendencia preocupante a responder a las provocaciones con violencia física, y no precisamente simbólica.

Así que me limito a gruñir y mirar el techo, mientras ella, desde el baño, se desgarra las cuerdas vocales con lo que parece ser una versión apocalíptica de una canción de amor. Tomo el teléfono para distraerme y veo un mensaje de mi madre. Solo con leer su nombre, ya sé que no puede traer nada bueno.

Así que te casaste sin avisarme. Qué decepción, Diego. Pensé que aún había esperanza para ti.

Cierro los ojos y respiro hondo. Lo clásico. Ni un “felicidades”, ni un “quiero conocerla”, solo decepción y drama maternal de alto nivel.

“Nunca haces nada para enorgullecerme.”

Perfecto. Justo lo que necesitaba paratermianr el día con ánimo: un poco de culpa emocional servida con ironía y sarcasmo. Estoy tan concentrado en mi miseria que no escucho la puerta del baño abrirse.

—¿Estás tramando algo en mi contra? —su voz me sobresalta tanto que salto en el sofá, casi lanzando el teléfono por los aires. Apago la pantalla con la rapidez de un criminal borrando evidencia y la miro, fingiendo serenidad.

Pero cuando giro del todo hacia ella, me quedo en modo error 404.

Catalina está parada ahí… con una toalla.

Solo una toalla.

Mi cerebro intenta emitir una advertencia, pero parece haberse desconectado del resto del cuerpo.



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En el texto hay: comediaromatica, enemiestolover, romcom

Editado: 16.11.2025

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