Catalina
Me siento cómoda, la cama en la que duermo es tan calientita y mullida que suspiro con placer y me pego aún más a la enorme almohada que abrazo, aspirando una fragancia agradable que invade mis fosas nasales. Entierro el rostro en ese lugar cálido, buscando más de esa sensación reconfortante que solo se encuentra en los mejores sueños. Todo es perfecto… hasta que siento una mano firme posarse en mi cadera. Me remuevo un poco, pensando que es parte del sueño, pero cuando escucho un gruñido ronco y real, mis ojos se abren de golpe.
Parpadeo, confundida, y en cuestión de segundos mi cerebro procesa la tragedia: la enorme y adorable almohada que llevo abrazando como si fuera mi osito de peluche no es una almohada. Es Diego. Mi compañero de tortura, mi enemigo circunstancial y, al parecer, mi fuente de calor nocturna. Además de mi esposo.
Y, para empeorar las cosas, no soy la única aferrada. Él también me sostiene, fuerte, posesivo, como si temiera que me escapara. Intento moverme con cuidado, pero el muy desgraciado vuelve a gruñir, apretándome un poco más, como si mi intento de huida lo irritara incluso dormido.
—Diego —susurro con voz baja, esperando que me suelte. Nada. —Diego —repito un poco más alto, acompañando el llamado con un empujoncito. Tampoco resultado. Mi paciencia se evapora y grito—: ¡DIEGO!
Él se sobresalta con un brinco, como si lo hubiesen despertado con una trompeta militar. Abre los ojos, me mira confundido, y por un momento ambos quedamos paralizados, observando la tierna —y humillante— escena en la que estamos: enredados entre las sábanas, tan cerca que puedo sentir su respiración contra mi cuello.
Cuando se da cuenta de la posición, se aparta de inmediato, y yo hago lo mismo, buscando el rincón más lejano de la cama. Respiro hondo, intentando procesar lo sucedido. Dormí pegada a Diego como una jodida sanguijuela, qué vergüenza, esto debe ir al confeccionario.
Diego se pasa las manos por el rostro con aire adormilado, pareciendo un gato perezoso que acaba de despertar. Si no fuera él, lo admitiría: es tierno. Pero como sí es él, me niego a concederle ese punto. Me levanto de la cama con la dignidad que puedo rescatar y corro al baño, dándome una ducha rápida antes de enfrentar la realidad.
Cuando salgo, ya vestida, lo encuentro sentado a la mesa del pequeño comedor de la habitación, desayunando con una calma irritante. Al parecer, el servicio llegó mientras yo me bañaba.
—¿Cuáles son los planes del día? —pregunto, aún tratando de aparentar normalidad, aunque no dejo de mirarlo. Se ve demasiado relajado para mi gusto. Y, lo peor de todo, se ve bien.
Se ve muy guapo.
Sacudo la cabeza de inmediato. No, no. Eso es imposible. Seguramente le echaron algo raro a mi bebida anoche. Sí, tiene que ser eso.
Diego deja su taza de café sobre la mesa y me mira con esa expresión entre divertida y somnolienta que parece su marca personal. Su cabello está hecho un desastre, pero de algún modo ese desorden le sienta bien. Me dan ganas de pasarle la mano para acomodárselo… o despeinarlo más. Pero me contengo, porque el último comentario que necesito oír de él es uno de esos que me suben la presión.
—Tú tienes una salida con la señora Lorenne —me dice con voz ronca, aún arrastrando las palabras—. Y yo tengo una con el jefe. —Pone cara de fastidio antes de añadir con un suspiro: —Si soy sincero, lo único que quiero es volver a casa y dormir una semana entera.
—Por primera vez estoy completamente de acuerdo contigo —respondo, soltando un bufido.Hay un silencio breve, y mi mente, que nunca sabe cuándo callarse, me traiciona. —¿De verdad nunca has tenido novia y eres virgen? —pregunto con la curiosidad más natural del mundo.
Diego se atraganta con el café, y me observa con los ojos abiertos como platos. Si tuviera la cámara lista, este momento sería oro puro.
—Mi vida personal no es tema de conversación contigo —responde con tono seco, aunque una leve sombra de rubor le colorea las mejillas.
—¿Por qué no? —insisto, divertida.
—Porque eres vengativa, Catalina. Y no confío en que sepas mantener la boca cerrada con cualquier cosa que diga.
Pongo los ojos en blanco ante su dramatismo.
—Qué exagerado eres. No soy tan terrible.
Él sonríe apenas, como si supiera que estoy mintiendo. Y quizás sí lo sepa.
Diego me lanza una mirada de esas que podrían hacer callar a cualquiera, pero a mí solo me da más ganas de provocarlo. Me cruzo de brazos, arqueo una ceja y sonrío con esa paciencia fingida que uso cuando quiero que alguien pierda la suya.
—O sea, ¿soy tan mala guardando secretos? —pregunto fingiendo ofensa.
—No es que seas mala —responde mientras corta un trozo de pan—. Es que tienes una habilidad especial para meterte donde no te llaman.
—Eso suena como un halago —replico con una sonrisa inocente.
—No lo es —contesta, pero sus labios se curvan apenas.
Me sirvo un poco de café y lo observo por encima de la taza. Hay algo curioso en él: no es el típico hombre que intenta lucirse o hablar de sí mismo, más bien parece medir cada palabra antes de decirla. Y aunque no lo admitiría en voz alta, eso lo hace más interesante.
—Entonces, ¿no me vas a contar nada de tu vida personal? —insisto, fingiendo que no me importa, aunque la verdad sí me carcome la curiosidad.
—No —responde con simpleza—. Pero tú sí puedes hacerlo. Pareces tener ganas de hablar.
—¿Eso es una invitación a una cita o una sesión de terapia? —bromeo, dejando la taza sobre la mesa.
—Si fuera una cita, no estaríamos desayunando con ojeras —responde sin mirarme, pero con esa media sonrisa que siempre me saca de quicio.
Ruedo los ojos, pero no puedo evitar reírme.
—Bien. Ya que tú no hablas, supongo que tendré que llenar el silencio.
Él levanta una ceja, interesado, aunque intenta disimularlo.
—Por favor, ilumíname.