Diego
Catalina actúa de lo más extraño, casi diría que le contagiaron alguna enfermedad desconocida, una de esas raras que aparecen sin explicación científica ni vacuna posible. Lo curioso es que, si ella la tiene, yo también debo haberme contagiado… aunque la mía es completamente diferente. Tenemos un día entero sin discutir, lo cual ya es digno de ser anotado en el calendario como evento histórico. Y lo más raro es que no hacemos más que lanzarnos miradas que ninguno de los dos comprende. Ni yo entiendo por qué la busco con los ojos, ni ella parece entender por qué no los aparta.
Sin embargo, verla relajada es una experiencia tan extraña como fascinante. Catalina siempre ha sido una tormenta en movimiento, pero hoy parece una brisa. No puedo evitar sonreír mientras la observo animarse junto a la señora Lorenne, que baila al ritmo de Shakira con un entusiasmo que haría sonrojar hasta a la mismísima cantante. Catalina, aunque intenta fingir que no se está divirtiendo, no baila nada mal. Lo sé, lo recuerdo —aunque sea con imágenes algo borrosas— de nuestros ridículos enfrentamientos de baile en el bar de Las Vegas, la noche en que terminamos casados. Aquella versión de ella, libre y risueña, parece resurgir de entre las capas de orgullo y sarcasmo. Y mientras la veo moverse, me doy cuenta de que disfruto más de lo que debería.
Pero la alegría se evapora tan rápido como apareció. Todo se detiene cuando una voz conocida, una presencia demasiado elegante para este lugar, interrumpe el momento. Una mujer se planta frente a mi mesa, impecable, vestida como si viniera de una alfombra roja. Su perfume caro llena el aire antes incluso de que me dé tiempo a levantar la mirada.
Y entonces la veo.
—Mamá —murmuro, poniéndome de pie automáticamente, con ese reflejo aprendido desde la infancia que combina respeto y tensión.
Ella sonríe, pero su sonrisa es tan falsa que me provoca una incomodidad inmediata. Esa sonrisa suya nunca anuncia nada bueno.
—No sabía que mi hijo estaba disfrutando de unas vacaciones —comenta con ese tono azucarado que siempre usa cuando en realidad quiere hacerme sentir culpable—. ¿Estás con la mujercita con la que te casaste?
Me tenso al instante. La forma en que dice “mujercita” es un puñal cubierto de terciopelo.
—Te pido que cuides la forma en la que hablas de mi esposa, por favor —respondo con la mandíbula apretada.
Ella suelta una risa breve, elegante y cargada de veneno.
—Vengan más tarde a cenar —ordena como si aún tuviera autoridad sobre mi tiempo—. Reservé una mesa y no quiero que faltes. Así que cuidado con lo que haces. —Su mirada se clava en mí como si quisiera leer lo que no digo. Luego sonríe, satisfecha consigo misma—. Y tranquilo, tu padre también estará.
Y con eso se da media vuelta, dejando tras de sí una estela de perfume caro y tensión. Yo me quedo quieto unos segundos, apretando los labios, sabiendo perfectamente que lo que acaba de hacer no fue una visita casual.
Mi madre nunca da un paso sin calcular el efecto que tendrá.
Catalina vuelve a mí justo cuando más necesito unos segundos de silencio. Su voz me alcanza entre el murmullo de la música y las risas de la gente que sigue bailando, y aunque intento recomponerme, sé que ya me ha leído la incomodidad en la cara. Tiene ese talento especial para detectar cuando algo me saca de mi eje, y lamentablemente no sé mentirle con tanta naturalidad como a los demás.
—¿Qué pasa contigo? —pregunta, con ese tono que mezcla curiosidad y provocación—. Tenías cara de estar pasándola bien y ahora parece que te dieron la peor noticia del mundo.
Levanto la vista y me la encuentro de pie frente a mí, con el cabello revuelto por el viento y una expresión que mezcla burla con sincera preocupación. Me quedo viéndola un segundo más de lo prudente, intentando decidir si soltarlo o callarlo. Pero después de la breve y nada agradable visita de mi madre, no tengo humor para fingir.
—Nada grave —miento, apoyando los codos en la mesa.
Catalina arquea una ceja, claramente sin creerme.
—Sí, claro. Nada grave —repite con una ironía tan evidente que casi me saca una sonrisa—. ¿Y se puede saber por qué entonces tienes esa cara de acabo de ver a mi peor pesadilla?
Exhalo despacio, rindiéndome ante su insistencia. Si algo aprendí desde que me casé con ella —aunque haya sido un matrimonio que nació del caos y la improvisación—, es que Catalina no suelta hasta que obtiene una respuesta. Así que, si voy a decirlo, al menos lo haré con el toque dramático que la situación merece.
—Catalina —empiezo, entrelazando los dedos sobre la mesa y mirándola con toda la seriedad que puedo reunir—, ¿qué tanto te gustaría conocer a tu suegra?
Ella parpadea, como si no hubiera entendido del todo la pregunta.
—¿Perdón?
—Porque esta noche vas a hacerlo. —Apoyo la espalda en la silla y dejo escapar una risa breve, más de resignación que de humor—. Mi madre acaba de aparecer y ha decidido que cenemos con ella. Y, por si eso fuera poco, mi padre también estará presente.
El silencio que sigue vale oro. Catalina se queda mirándome, y sé que está procesando lo que acabo de decir. Poco a poco, la confusión de su rostro da paso a algo que parece entre terror y diversión reprimida.
—Estás bromeando —dice al fin, aunque su tono suena más a súplica que a convicción.
—Ojalá lo estuviera —respondo, masajeándome la nuca.
La expresión de Catalina cambia varias veces en cuestión de segundos: primero incredulidad, luego fastidio, después algo muy parecido a pánico. Y yo, por alguna razón que no sabría explicar, no puedo evitar reírme. Quizás es porque imaginarla frente a mi madre es una imagen tan peligrosa como interesante.
—Tranquila —añado, intentando no sonar tan divertido como me siento—, solo será una cena. ¿Qué podría salir mal?
Catalina me lanza una mirada que deja claro que acabo de invocar a todos los males posibles.