Catalina
Nuestro último día en las vacaciones exprés que hemos tomado, y puedo resumirlo en que llegué queriendo matar a Diego por conseguir tiempo con el jefe, solo para demostrar que él está más capacitado para el puesto y terminaré llevándome mil preocupaciones. Pero el resultado de este viaje ha sido confundirme de una forma que jamás pensé posible, porque ahora todo lo que puedo hacer es pensar. Pensar en él, en mí, en esto. No sé qué debo sentir o pensar; todo es nuevo, desconocido, y Diego… Diego no es como lo imaginaba. No sé qué posición adoptar con respecto a él, ni si mi mente está jugando conmigo o si realmente algo está cambiando.
Cuando lo miro, tengo esta extraña sensación de que las cosas están saliéndose de control. Cuando me toca, el corazón se me acelera como si quisiera escapar de mi pecho, y cuando me sostiene la mirada por demasiado tiempo, simplemente no puedo resistirla. Es como si me desarmara con solo mirarme. No sé qué son estos síntomas, pero creo que tendré que consultar a un médico, porque claramente estoy perdiendo la cabeza. No ayuda el hecho de que parezca un mono pegada a él cuando dormimos, abrazada a su cuerpo como si fuera una necesidad fisiológica. Lo peor es que ya no se siente tan extraño… y cuando se aleja, su ausencia me pesa. Extraño su toque. Extraño su calor. Y eso, sinceramente, me asusta.
Y luego de la cena con sus padres, todo se volvió aún más complicado. Porque, a pesar de que lo detesto —o al menos eso intento creer—, sé que Diego es un hombre increíble, con talento, inteligencia y una ética de trabajo que cualquiera envidiaría. Escuchar cómo sus padres hablaban de él como si fuera una decepción me revolvió el estómago. Me enfureció. Diego es mucho más que esos comentarios horribles, y la cena fue tan incómoda que lo único que deseaba era escapar de ese ambiente hostil. No recuerdo haber sentido tanta incomodidad desde… bueno, nunca.
Jamás pensé que llegaría el día en que extrañaría las cenas con mi familia, pero empiezo a entender cosas de Diego que nunca imaginé. Su forma tensa y reservada de comportarse no es arrogancia, es costumbre. Él creció en un lugar donde las palabras pueden herir más que los silencios, mientras que mi casa siempre fue risas, caos y afecto desordenado. En cambio, la suya… es todo lo contrario. Fría, calculada, tan seria que asfixia. Creo que por fin entiendo por qué Diego parece un robot la mitad del tiempo. Nadie le enseñó a relajarse. Nadie le enseñó lo que era sentirse en casa.
Y entonces, todo empieza a tener sentido: el comportamiento descontrolado que tuvo en Las Vegas, el desastre monumental que terminó con un anillo en mi dedo y su apellido junto al mío. Todo. Era su forma de romper las cadenas, de respirar por fin.
Ahora mismo lo observo a la distancia, y esta emoción desconocida —que todavía insisto en diagnosticar como una enfermedad— se expande cada vez más. Él está hablando con un grupo de hombres, y yo estoy atrapada con sus esposas, fingiendo interés mientras mi mirada se desliza hacia él sin permiso.
Y cuando los ojos de Diego se apartan de ellos y se encuentran con los míos, siento ese latido doloroso, casi insoportable, que me quema desde dentro. Me pregunto si ha llegado el momento de perder la cabeza del todo y romper este matrimonio antes de que la “enfermedad” empeore. Porque cuando él me mira, cuando me sonríe de esa manera tan suya, tengo que contenerme para no devolverle la sonrisa… o para no llamarlo y pedirle que se acerque.
¿Qué me está ocurriendo?
Aparto la mirada antes de seguir con esta cosa rara y me llevo la copa de champán a los labios, dándole un largo trago, porque necesito gestionar esto que parece quemarme desde dentro con una fuerza imposible de controlar.
Debo huir. Ahora.
—Debo ir al servicio, permítenme… —susurro y me levanto sin obtener respuesta, dispuesta a salir huyendo, tomar un vuelo, desaparecer de todo esto que me está consumiendo. Siento terror de mí misma, porque son emociones que nunca antes había sentido ni experimentado, y no tengo idea de qué nombre ponerles.
Camino tan rápido como mis tacones me lo permiten, tratando de no tropezar con nadie, cuando siento su toque en mi brazo. Estoy tan alterada que lo reconozco sin siquiera mirarlo. Giro apenas y ahí está: Diego, con el ceño fruncido, observándome como si tratara de descifrar qué demonios me ocurre. Supongo que mi expresión refleja exactamente el caos que llevo dentro.
—Catalina, ¿qué pasa? —pregunta, y la confusión en su voz aprieta aún más el nudo en mi garganta.
—No lo sé —respondo con sinceridad—. No sé qué me está pasando. Solo… necesito que me sueltes. —Intento apartarme, pero su mirada me retiene antes que su mano.
—¿Alguien te dijo algo que te incomodó? Puedo ir a ponerlas en su lugar, no tienes que sentirte mal.
Una risa sin gracia se escapa de mis labios. Esto es peor. Mucho peor. No es lo que me dijeron, es lo que estoy sintiendo. Su comportamiento hacia mí ha cambiado, y el mío hacia él también. Todo es un territorio desconocido y confuso, un terreno emocional en el que no sé cómo moverme sin caer.
Diego es mi enemigo, mi competencia directa, el hombre que me ha hecho exigirme más que nadie, el responsable de que siempre quiera superar mis propios límites. Él no puede ser mi debilidad.
—Este es el problema —digo con voz temblorosa, tragando saliva y lamiéndome los labios secos—. No puedo seguir fingiendo esta relación. Le diré al jefe que no somos un matrimonio real, que todo fue un error y que debe terminar ahora. No puedo seguir fingiendo, Diego. No puedo.
La expresión de Diego se ensombrece, y lentamente me suelta el brazo.
—Tú nunca pierdes —dice con voz baja, casi dolida—. Admitir que esto fue un error es como admitir nuestro divorcio… y ese fue el reto, ¿recuerdas? El primero en quererlo pierde, Catalina.
Asiento despacio, evitando su mirada.