Catalina
Mis padres no entienden por qué volví antes de lo esperado de mi viaje, ni por qué su niña está encerrada sin querer hablar con nadie. Y lo peor es que yo tampoco entiendo por qué esta enfermedad que parecía afectarme, en vez de mejorar, ha ido empeorando con los días.
Curiosamente, mi jefe me dio unos días libres. No sé por qué de repente se ha convertido en el hombre más comprensivo del mundo, pero a caballo regalado no se le miran los dientes, así que acepté sus palabras con un gusto casi vergonzoso.
Mamá ha intentado hablar conmigo muchas veces, pero no logra nada. Papá trató de darme ánimos, pero tampoco funcionó. Estoy actuando en piloto automático. Estos días no dejo de pensar en Diego. Es como un virus mortal: pensarlo me duele en el pecho y no pensarlo me hace extrañarlo de una forma ridícula.
Buscar mentalmente su cuerpo cálido, ese en el que me enredaba por las noches, hace que quiera lanzarme por las escaleras de mi casa; y para colmo mi diagnóstico sigue sin definirse. Ningún examen da resultados. Igual que Diego, que no me ha escrito ni llamado. Me pregunto cómo se sentirá él, porque yo estoy tan confundida que no sé qué más hacer para dejar de estarlo.
A veces tengo unas ganas enormes de llamarlo, de escribirle o simplemente de escuchar su voz. Pero cuando me doy cuenta de esos impulsos, actúo como una niña: me escondo bajo las sábanas intentando sacarlo a la fuerza de mi mente. Es irónico cómo algo que comenzó como una guerra por quién iba a tomar el mando de la empresa terminó en… esto. Yo, pensando en Diego. Es lo más insólito y loco que me ha pasado.
Unos golpes suaves suenan en mi puerta, levanto la mirada y veo a mamá entrar con dos tazas humeantes. Me sonríe con dulzura, se acerca y me pasa una, ayudándome a tomar el primer sorbo. Me muerdo el labio y la observo; ella me devuelve una sonrisa que hace que mis ojos ardan.
—¿Qué tiene a mi hija tan alocada, tan pensativa y tan triste? —pregunta, soplando su taza antes de beber.
—Me siento… confusa.
Ella asiente, como si ya lo supiera.
—¿Se debe a Diego?
La miro con suspicacia.
—¿Te lo dijo él?
Mamá niega y sonríe como si hubiera descubierto el secreto del universo.
—Soy tu madre, cariño. Siempre sabré qué le pasa a mi pequeña. ¿Te confunde pensarlo? ¿Extrañarlo? ¿Sentir algo… aquí? —toca con su dedo índice justo sobre mi pecho.
Abro los ojos, sorprendida.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
Mamá suelta una risita suave, conocedora.
—Porque eso, cariño, se llama amor. El amor es lo que nos hace temer, huir, ocultarnos, confundirnos… pensar en esa persona hasta que duele. Desde la noche de la cena supe que ese muchacho te encanta. Y, siendo sincera, es el primer hombre que he visto a tu lado con el que siento que podrías caminar de la mano sin caerte. Eres una niña muy alocada pero también muy inteligente… y Diego saca las mejores cosas de ti, Catalina. Creo que ambos se merecen…
Niego despacio, con el corazón latiendo donde no debería.
—Yo no puedo estar enamorada de Diego. No tiene sentido. Lo sabría si…
Pero me corto. Mi mente da un salto y recuerda.
Recuerdo nuestros días, nuestras peleas tontas, la boda que nunca pensé vivir. Recuerdo lo feliz que estaba en sus brazos aunque me negara a admitirlo. Recuerdo las cosas que descubrí de él y que me gustan demasiado. El chico que parece reencarnar a Michael Jackson cuando tiene un escenario a su disposición. El chico que trabaja duro. El que no tuvo una familia dulce, pero que sabe ser dulce conmigo a su manera. El chico que escucha cada estupidez que digo. Y mi error ha sido tratarlo como si fuera un niño, cuando Diego es un hombre.
Un buen hombre.
Mi esposo.
Mi esposo a quien le pedí el divorcio.
La palabra me cae encima como un cubo de agua helada. Me deja sin aire, sin voz, sin saber si quiero llorar o reírme de lo torpe que soy para protegerme del amor. Mamá sigue mirándome en silencio, como si pudiera leer todos mis pensamientos, incluso aquellos que me da vergüenza admitir.
Respiro hondo.
Lo que creo es que Diego y yo nunca deberíamos haber pasado de ser dos obstáculos en medio de una competencia absurda. Dos enemigos forzados a casarse porque la vida decidió que necesitábamos aprender una lección que no pedimos.
Creo que él es complicado, orgulloso, terco, demasiado intenso. Creo que me desespera cómo me mira, cómo me habla, cómo me provoca. Creo que ambos somos dinamita y que en cualquier momento podríamos explotar.
Creo que lo mejor es alejarme.
Lo creo, pero no lo siento.
Porque lo que siento es algo completamente distinto, casi humillante.
Siento que extraño abrazarlo en mi cama, en mi espalda, en mis manos vacías. Siento nostalgia de lo que fue y miedo de lo que todavía podría ser. Siento su risa, su olor, su manera ridícula de molestarse cuando lo supero en algo. Siento los momentos en los que me defendió sin que yo se lo pidiera, los silencios en los que me escuchó sin interrumpirme, las noches en que me abrazó como si temiera soltarme.
Siento todo lo que no debería sentir.
Y lo peor es que las cosas que viví con Diego no fueron pequeñas. No fueron insignificantes. Fueron… demasiado.
Recuerdo nuestra primera gran pelea, cuando me gritó que dejara de subestimarlo y yo le respondí que dejara de actuar como si me conociera. Ambos estábamos furiosos, pero al mismo tiempo ninguno se apartó. Era como si algo en el fondo quisiera que siguiéramos chocando, que no nos rindiéramos.
Recuerdo la boda. Ese instante ridículo en el que, pese a que juré que lo odiaba, sentí que mi corazón latió con más fuerza de lo normal cuando caminé hacia él en el altar. Y cómo se me aflojaron las piernas cuando me tomó de la cintura con tanta seguridad, como si de verdad fuera suya.
Recuerdo la noche en que lo escuché cantar. Ese momento fue una puñalada directa a mi alma. No sabía que podía sonar tan libre, tan vivo, tan… hermoso. Y yo ahí, en ese escenario viendolo brillar como nunca antes lo habóa visto, porque Diego desatado era como descubrir una parte de él que nadie que conocia sabia.