Diego
Nunca pensé que estaría triste por firmar los papeles de divorcio que preparé para mi esposa y para mí. Cuando me casé con Catalina lo hice ebrio, una noche que, según mis recuerdos, fue la más perfecta y bonita de mi vida. Una noche que, según los videos que recibí al día siguiente, también fue la noche en la que fui feliz. Porque la sonrisa tonta que tenía, la manera en que la tocaba y besaba, esa forma de aferrarme a ella era la forma en la que yo me sentía completo. Amado. Como si estuviera en la cima del mundo.
Y ahora… ahora estoy solo en mi apartamento, un martes por la noche, completamente agotado. Porque a mi enemiga—mi esposa—le mostré mi corazón y ella huyó. Salió corriendo sin darme espacio para nada. Catalina vio un poco de lo que soy y, al parecer, lo odió. Huyó. Y no sé cómo demonios todo el mundo en la empresa se enteró, pero me han estado lanzando miradas de pena que no comprendo.
Mi esposa no me ha escrito ni llamado. Y eso fue suficiente declaración de que ya todo terminó. De que no debería seguir intentándolo. De que debo rendirme. Que quizá malinterpreté todo lo que ocurrió entre nosotros desde aquella noche en la que nos casamos.
Estoy mirando mi firma plasmada en el papel cuando la puerta de mi departamento comienza a ser golpeada con tanta insistencia que frunzo el ceño. Me levanto de la mesa, caminando hacia esa interrupción ruidosa que amenaza con derrumbar la poca paz que he tenido desde que mi esposa se atrevió a abandonarme en La Habana. Desde que su risa me persigue de día y, por las noches, busco su cuerpo cálido pegado al mío como si fuera un condenado.
Espero encontrar a cualquier otra persona al otro lado de la puerta, pero mis ojos se abren sorprendidos al encontrarme con una Catalina totalmente despeinada. Las ondas rebeldes le caen por toda la espalda y los hombros, los mechones del flequillo pegados a su rostro sonrojado y agitado. Sus ojos, enormes, me advierten que algo ha pasado… o que está a punto de pasar.
Bajo la mirada y analizo lo que lleva puesto. Frunzo el ceño al descubrir unos pantalones de corazones con un agujero en la rodilla, una blusa morada que no combina con absolutamente nada y, para rematar, un abrigo naranja. Las pantuflas… bueno, cada una es de un color distinto.
—¿Qué…? —pregunto, completamente confundido, mientras noto a mis vecinos abriendo sus puertas por el escándalo que ella está haciendo.
—¡Es tu culpa! —su grito me sobresalta, porque normalmente Catalina está loca, pero esta vez parece que su locura ascendió a niveles que no sabía que existían. Ella me mira fijamente—. ¡Es tu culpa que no pueda dormir tranquila, que no pueda comer en paz, que no deje de pensarte! Y lo odio, Diego. Lo detesto.
Su respiración sigue alterada y ella niega con la cabeza, dejando escapar una pequeña sonrisa que me asusta más que su grito. Parece que mi esposa ha enloquecido durante el tiempo en que estuvimos separados.
Y, aunque no quiero admitirlo… esa locura suya me acaba de incendiar el pecho de una forma que creí extinta.
Catalina da un paso hacia mí y me señala con el dedo, como si estuviera acusándome de un crimen imperdonable. A estas alturas, los vecinos ya están asomados sin vergüenza, pero ella ni se inmuta.
—¡Y encima hiciste que saliera así! —grita mientras se mira rápidamente la ropa—. ¡Mírame, Diego! ¡Mírame bien! ¡Pareciera que me atropelló un circo!
Yo abro la boca. La vuelvo a cerrar. Intento procesar.
—Catalina… ¿qué está pasando?
—¡Tú estás pasando! —exclama, haciendo un gesto dramático con las manos que casi golpea a la pobre señora del 4B que mira desde la puerta—. ¡Tú y tu cara, y tu estúpida sonrisa cuando te ríes de mí! ¡Tu forma de verme como si fuera la persona más importante del mundo cuando soy un desastre andante! ¡Y tu maldita voz cuando dices mi nombre! ¡Odio tu voz, Diego! ¿Me escuchaste? ¡La odio!
Sus ojos se humedecen y yo siento cómo algo dentro de mí se aprieta. Intento acercarme, pero ella retrocede un paso, levantando ambas manos como si yo fuera radioactivo.
—No te acerques que estoy muy… muy… ¡muy emocional! —advierte con voz temblorosa—. Y no sé si te quiero besar o aventarte por el balcón, así que mejor mantente lejos.
—Catalina, no entiendo nada —susurro, aunque mi pecho late como si quisiera romper costillas para alcanzarla.
Ella respira hondo. Muy hondo. Demasiado hondo. Y luego, simplemente… explota.
—¡Pues claro que no entiendes nada porque eres un hombre y los hombres no entienden nada! —se pasa ambas manos por el pelo, enredando aún más ese desastre lindo que tiene por cabellera—. Llevo días sin dormir, me comí una pizza entera yo sola, lloré viendo una película de perros que ni siquiera me gusta, y todo porque… porque… —Se detiene, aprieta los labios y baja la mirada. —Porque te extraño, idiota —susurra, y su voz se rompe como una rama seca—. Te extraño horrible. Te extraño como si estuviéramos casados de verdad, como si todo lo que fingimos nunca fue una mentira.
Mi corazón se detiene. Literalmente deja de latir un segundo.
Ella sigue, hablando rápido, nerviosa, haciendo un desastre precioso con cada palabra:
—Y odio que me importes, odio que me duela que no me hayas llamado, odio que seguramente ya tengas los papales del divorcio en tus manos y que seas tan… tan tú. Porque eres tú, ¿sabes? Y eso es lo peor. —Levanta la cabeza y sus ojos, brillosos, me atraviesan—. Me gustas, Diego. Así, directo. ¡Me gustas! Y me asusta. Me asusta mucho. Porque tú eres… tú eres todo lo que yo juré que no quería.
Yo abro la boca, pero ella levanta un dedo advirtiéndome.
—Ni se te ocurra hablar. Déjame terminar porque si no pierdo valor y me regreso a mi casa a esconderme debajo de la cama, ¿ok? —inhala otra vez—. Me gustas desde antes de que lo admitiera. Me gustas cuando peleamos, cuando me contradices, cuando te dan ataques de risa por mis tonterías, cuando me pones nerviosa sin intentarlo. Me gustas incluso cuando me vuelves loca y cuando te odio. Y cuando te odio, Diego… —se ríe, nerviosa, preciosa— te odio bonito.