Catalina
Diego y yo hablamos muchísimo toda la noche. Nos besamos, nos reímos y disfrutamos el uno del otro de las formas más bonitas y especiales que he sentido en toda mi vida. Por primera vez me encuentro en total paz con lo que siento por él y con lo que él siente por mí. Dormir entre sus brazos se siente único, casi mágico; sentirlo pegado a mi espalda, sus manos cuidando de mis sueños, es la cosa más tierna que he vivido. Desayunar juntos, conversar, verlo sonreír como si yo fuera lo mejor que le ha pasado, incluso pasar por mi casa para cambiarme esa combinación horrible de anoche. La sonrisa de mamá, papá y mi hermano cuando me vieron entrar tomada de su mano fue suficiente para entender que ellos están genuinamente felices por mí.
Ahora estamos frente a la empresa. Diego tiene mi mano entrelazada a la suya mientras caminamos por el lobby, siendo prácticamente la atracción principal porque es la primera vez que actuamos como un matrimonio real. No puedo creer que algo tan sencillo me haga sonreír como una idiota y me tenga los nervios a flor de piel.
Cuando subimos a nuestro piso —luego de que él me robara demasiados besos en el ascensor— nos dirigimos a la oficina del jefe. Diego toca suavemente la puerta. Escuchamos un “adelante” y, al mirarnos, asiento.
Entramos en silencio. Él está concentrado en unos documentos y solo levanta la vista cuando siente nuestra presencia. Al ver nuestras manos entrelazadas, arquea una ceja, claramente sorprendido.
—Pensé que no eran un matrimonio real y que ya no iban a fingir más —dice con calma, sin apartarnos la mirada.
Trago en seco y miro a mi esposo antes de inhalar profundamente. Es mi turno.
—No lo sé… siendo sincera, arruinamos el contrato de Las Vegas ofreciendo toda clase de estupideces —empiezo, sintiendo cómo la vergüenza se instala en mi garganta—. Estábamos seguros de que nos echaría. Por eso fuimos a un club, nos embriagamos como locos, tuvimos competencias absurdas y… no sé en qué momento se nos ocurrió que debíamos casarnos. Amanecimos casados y el plan fue que quien pidiera el divorcio iba a perder. Ambos queremos el mando de la empresa, ambos estamos calificados, y sé que no manejamos esto de la mejor manera. Sé que debe estar decepcionado.
Respiro hondo antes de soltarlo todo.
—Pero cuando íbamos a confesarle la verdad, usted nos felicitó… y pensamos que ya lo habíamos arruinado todo lo suficiente. Así que mentimos. Pero no era realmente una mentira. Nos amamos. No queríamos admitirlo, pero llevamos mucho tiempo enamorados, y ahora… ahora esto es real.
Termino en un susurro, con el corazón latiéndome tan fuerte que me cuesta escucharlo respirar.
Mi jefe nos mira, tan serio que siento que se me acelera el pulso y las manos me sudan. Esperamos que grite, que nos regañe, que nos eche, pero en lugar de eso, su expresión cambia lentamente. Sus labios se curvan en una sonrisa.
—Todos sabíamos que se amaban, menos ustedes. Era un secreto a voces —dice divertido—. Me alegra que al fin lo aceptaran. Felicidades.
Y de pronto, siento cómo mi pecho se llena de una calidez que no sé si es orgullo, alivio o puro amor. Diego aprieta un poco más mi mano. Lo siento inhalar hondo, como si se preparara para saltar desde un acantilado y cuando habla, su voz sale firme, mucho más firme de lo que esperaba.
—Yo también quiero decir algo —dice él, avanzando medio paso para colocarse justo a mi lado, pegado a mí—. Es verdad que todo empezó como un desastre. Las Vegas, el contrato, las estupideces que hicimos, todo. Pero nunca fue una obligación para mí estar a su lado —me mira, y sus ojos verdes se suavizan de una forma que me derrite—. Yo… yo me enamoré de Catalina mucho antes de que lo admitiera. Antes incluso de que ella me hablara sin intención de morderme.
Le doy un codazo pequeño, pero mi sonrisa me delata.
—Y sé que lo manejamos terriblemente mal —continúa—, pero nunca tuve intención de dejarla. Ni anoche, ni esta mañana, ni ahora. Me casé con ella borracho, sí, pero me quedé sobrio. Y aún así seguiría eligiéndola.
Mi corazón explota. El jefe se recuesta en su silla, observando a Diego como si estuviera viendo a un hijo finalmente decir lo que debía decir desde hace años.
—Muy bonito todo —dice con una media sonrisa—. Muy romántico. Muy emotivo. —Diego y yo nos tensamos al mismo tiempo. El jefe junta las manos sobre el escritorio, nos mira con esa autoridad que impone respeto y después suelta la bomba. —Pero no pienso darles el puesto a ninguno de los dos.
Los ojos de Diego se abren como platos. Yo siento cómo mis pulmones olvidan funcionar.
—¿Perdón? —pregunto apenas en un susurro.
—Exactamente lo que oyeron —responde él, cruzándose de brazos—. No les daré el mando. No todavía. No mientras yo siga aquí. —Se inclina hacia adelante con una sonrisa que es casi traviesa. —Quiero seguir trabajando. Quiero seguir viendo cómo mis dos mejores empleados demuestran de qué están hechos. Quiero verlos competir, crecer, sorprenderme juntos. Me niego rotundamente a retirarme antes de disfrutar el espectáculo.
Diego frunce el ceño.
—¿Espectáculo? —repite.
—Ustedes dos son un espectáculo desde el primer día —dice el jefe riendo—. Un caos, pero un caos brillante. Y si llegaron hasta aquí, fue porque lo merecen. Así que no pienso regalarles nada. Ni a ti —señala a Diego—. Ni a ti —me señala a mí. De repente se pone serio, pero no de un modo duro, sino con ese orgullo que uno solo ve en alguien que realmente aprecia su trabajo. —Gánenselo. Cada día. Cada decisión. Cada proyecto. Quiero verlos pelear… pero de la manera correcta. La empresa necesita líderes que sepan quiénes son y por qué luchan. Ustedes están cerca, muy cerca de serlo, pero aún no. —Diego respira hondo y asiente, más tranquilo. Yo hago lo mismo. El jefe sonríe satisfecho. —Y mientras tanto disfruten su matrimonio. Intenten no destruir nada en el proceso.