Ni Tan Perra, Ni Tan Santa

Capítulo veintisiete

Dependiendo del cristal por donde se le mire.

 

Siempre he sabido las consecuencias que acarreaba enamorarme de un chico con novia, o por lo menos tenía clara la más importante de ellas: quizá él nunca se fijaría en mí y así obtendría un corazón roto. Comprobé mis sospechas luego de casi cinco años haciendo de todo sin obtener nada.

Demasiado tarde.

Quiero creer que durante este tiempo no se me pasó la vida persiguiendo lo inalcanzable. Sé que no lo hizo. Pero lo más probable es que de no haber sido de esa forma, de no haberme impuesto por todos los medios enamorar a Sean, ahora estaría mucho mejor y no en esta montaña rusa de emociones que supone la primera decepción amorosa.

Como fuera el caso, parece regla de vida que el primer amor nunca funcione. 

Asimismo, me he llegado a preguntar como sería mi vida si Sean nunca hubiera aparecido en ella: menos interesante y más miserable o más interesante y menos miserable. Si hago una encuesta estoy segura que la opción ganadora sería la segunda, aunque en realidad no existe forma de verificar ese hecho.

Pero bueno, para interesante y miserable estaba lo que me ocurría en estos momentos.

No fui la causante de una tragedia, sino de una estupidez que me llevó a pasar la noche en una estación de policía. No tengo idea de por qué lo hice — quizá porque estoy loca— , pero luego de creer que ya había derramado demasiadas lágrimas por Sean, me dio por desprenderme de los brazos de mi mejor amigo y salir corriendo hacia donde los pies me llevaran. Increíblemente fue muy lejos de casa, para ser más precisa en el vecindario de Dorchester, lugar donde los delincuentes abundan como el arroz. O eso es lo que la mayoría de las personas tienden a pensar pero que ahora tendré que poner a tela de juicio, porque aún cuando pasaba de las once de la noche no me asaltaron, violaron y, lo más importante, sigo viva. Tras las rejas, pero viva.

— ¿Cómo estás?— pregunta la misma oficial de policía que habló conmigo anoche. Es de tez blanca y cuerpo fornido aunque apenas le calculo los treinta años de edad.

Para semejante contextura tuvo que haber hecho demasiado ejercicio. O tal vez de los pechos de su madre en vez de leche líquida salía en polvo. No lo sé.

— No me puedo quejar; he estado en peores situaciones — comento, sentada en la pequeña cama que yace en el lugar —. Sin embargo, me pregunto cuando podré salir de aquí.

— Eso será cuando me acuerde donde dejé las llaves de la celda.— responde, sin un ápice de estar apenada.

La veo marcharse y no me queda de otra más que rogar para que halle esas benditas llaves y poder irme a casa, donde mi abuela y mi tía han de estar con el alma pendiendo de un hilo al no saber mi paradero.

Observo a los dos oficiales que me trajeron hablando entre ellos y no puedo evitar recordar el malentendido de ayer, que fue la razón de mi permanencia en el lugar.

Resulta que después de caminar por Mattapan, vecindario vecino al mio, a mis pies le dio por aventurarse a más kilómetros lejos de casa y así fue como llegué a la sección de Blue Hill Avenue. Específicamente a una especie de puente en el que si me lanzaba podía quedar con vida por cuestión de segundos, porque también en cuestión de los siguientes dejaría de respirar ya que con lo transitada que era la avenida debajo de éste un auto me pasaría por encima y así dejaría de existir. Por supuesto no quería eso, tan solo me pareció bien desahogarme con el vacío y que el eco me trajera de vuelta mis palabras para convencerme de una vez por todas que Sean no era para mí y que no valía la pena seguir llorando por él.

>> Por largos minutos solo grité, pero lo que para mí eran simples gritos de desaliento para esos dos oficiales de policía que pasaban por el lugar era una clara advertencia de un próximo suicidio, por eso no vieron opción más factible que traerme a la estación de policía hasta que se me quitara esa loca idea de la cabeza. Aseguré infinidades de veces que no intentaba darle fin a mi vida, mas fue inútil porque no me creyeron.

Cualquiera pensaría que los oficiales de policías están preparados y capacitados para dar una charla que motive a una persona a seguir viviendo, pero yo todo lo que recibí al llegar a la estación fue una celda y un pedazo de pizza junto a la frase de que no me podía suicidar porque me iría al infierno, y todo por la sencilla razón de que la oficial Waters no era descendiente de Sherlock Holmes y sus palabras no podían ser nada impresionantes como lo eran las de él. En ese momento de lo que yo llamaría "un gran discurso" no hice nada más que mirarla, y por el simple hecho de que no abrí mi boca para responder ella dio su veredicto y dictaminó que debía pasar la noche en el lugar ya que tenía depresión. Una rotunda y absoluta mierda.



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En el texto hay: juventud, desamor, amor

Editado: 05.07.2019

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