Y de pronto llega el verdadero final de la historia.
Estaba mal.
Había pensado que podía seguir con mi vida como si nada hubiera pasado en ella. Sin embargo, ese pensamiento de despertarme feliz y feliz también dormirme se había esfumado como un castillo de naipes cuando le pega el viento: demasiado rápido, porque resulta ser que entre el pensamiento y la realidad la distancia llegaba a ser enorme, así que no faltó mucho para darme cuenta que lo que menos había en el día era sonrisas y en la noche solo abundaban las lágrimas.
Cuando consideré alejarme, me dije que no haría lo que cualquier persona cuando le rompen el corazón: sentarse en el suelo, pensar en lo que pudo y no fue, llorar por el adiós, abarrotarse la boca con helado, ver algún programa televisivo que te lleve a llorar nuevamente... y parecer una mendiga. Pero esas son mis características en estos momentos.
Daba pena... o asco, qué sé yo.
Lo que sí sabía era que si Tim Burton veía las condiciones tan patéticas en las cuales me encuentro ahora, no dudo que piense en hacer una nueva versión de El cadáver de la novia, en donde juzgando por mi aspecto la protagonista esta vez sería yo.
Mirándolo desde mi perspectiva yo era una moribunda próxima a decir sus últimas palabras, pero, conociendo este mundo incoherente en el que vivimos, quien me viera solo le pasaría por la cabeza que estaba despechada y exagerando más de la cuenta — lo sé porque eso fue lo que pensé cuando fue Vanessa quien estaba en los zapatos que yo calzo ahora—. Era despecho llegando a exageración, lo más probable, pero al fin y al cabo era dolor.
Entonces, si me hubieran advertido el grado de dolor que iba a experimentar al dejar ir a la persona que quiero, quizá me hubiera planteado dos veces mi decisión. No me arrepentía, pero sobrellevar el peso de una partida no es fácil, principalmente porque en esta vida nada se sobrelleva: vives o mueres, así de sencillo.
Lo que no era tan sencillo era lidiar con los daños colaterales que el ejercicio despiadado de querer más de la cuenta a una persona llega a traer. Entre los que trajo mi fatídica situación fue el de que mi cerebro se llenara de agua y las pocas neuronas que quedaban vivas se ahogaran; esa era la única respuesta lógica que tenía para querer seguir viendo a Sean aún después de todo lo que ha pasado.
Viéndolo de esa manera, puede que me esté arrepintiendo no un poco, sino mucho. Eso no era bueno, para nada bueno, porque yo no quería ser como el perro que vomita y se traga el vómito nuevamente.
Cuando pienso que esto no puede empeorar más, solo tengo que ver a la mujer que entra en mi habitación con intención de limpiarla y que se detiene frente a mi, para saber que sí puede empeorar. Esa mujer es mi madre, quien ha regresado para volver mi vida más caótica.
— ¿Estás llorando?— pregunta.
— No, solo me sudan los ojos— respondo. O por lo menos lo intento, porque con el nudo que hay en mi garganta dudo mucho que mis palabras fueran audibles.
— Es lo mismo a llorar — afirma, empezando con la labor que nunca le pedí hacer—. No preguntaré lo que te pasa, porque sé que no me responderás. Pero estoy preocupada por ti, últimamente te la pasas viendo películas y llorando.
— No es nada— digo, pero en realidad es todo. Todo me pasa.
Esta vida me odia. Lo sé cuando la cucharada de helado que pensaba llevarme a la boca cae por enésima vez en mi blusa, y lo reitero cuando mi madre me barre los pies, porque recuerdo una creencia que tiene origen en latinoamérica y que asegura que si sucedía esto jamás llegarías a casarte. No lo creía realmente, pero estaba en esa etapa vulnerable en la que los pétalos le hacen daño a las espinas.
— Me has barrido los pies— digo como puedo—, no me casaré.
Me observa como si estuviera loca, y seguramente lo estoy, pero no dice nada y sigue en su tarea de arreglar mi habitación.
— No es necesario que hagas esto — comento, luego de varios minutos tratando de reprimir mis lágrimas. Por lo menos tengo éxito en ello.
Suspiro pesadamente cuando me doy por enterada que no me hará caso, y me enojo al mirar cómo intenta interpretar su papel de madre al poner sus manos en jarras para empezar —siempre empleando ese tonito que solo a ellas les podría salir tan bien—, con su cantaleta que se ha convertido en rutina para mis oídos: demasiado polvo, eso no va ahí, no puedo creer que tus bragas estén regadas por el piso...
y ese no es tu problema.
Claro, no pensaba decir que mi decadencia como persona era porque me la he pasado casi que comiéndome los mocos por culpa de Sean, eso nunca, así que me excuso con lo primero que pasa por mi cabeza: