Niebla de pesadilla

Mi tia y los dos espiritus

Sin duda, todo comenzó como una cadena de sucesos aislados, cada uno ocurriendo sin mayor conexión, pero con el tiempo, las piezas fueron encajando, una a una, en un rompecabezas siniestro que ahora apenas puedo comprender.

El primer hecho fue trivial, o al menos lo parecía en ese entonces: mi madre comenzó a frecuentar más a una de mis tías, algo que no me sorprendió demasiado. Las familias se reúnen, sobre todo en tiempos difíciles. El segundo evento, más desconcertante, fue cuando empecé a experimentar lo que hoy reconozco como parálisis del sueño, un fenómeno extraño y aterrador que me sumía en una pesadilla consciente, pero lo que realmente marcó la diferencia fueron las malas vibras que empezaron a residir permanentemente en nuestra casa, como una niebla invisible que no se disipaba, pero que todos sentíamos.

La casa había sido un lugar marcado por años de violencia y abusos de todo tipo. A pesar de mi corta edad, solo tenía ocho años en ese entonces, comprendía lo suficiente como para percibir el ambiente opresivo y turbio que nos rodeaba. Lo que no imaginaba, en mi ingenuidad, era que todo aquello, todo lo que vivíamos, llegaría a entrelazarse de una manera que ni la lógica más fría podría explicar.

Los días transcurrían, algunos normales, otros en los que una extraña inquietud se apoderaba de la casa. Había ruidos subterráneos, pasos que no correspondían a nadie, presencias que se deslizaban en los rincones oscuros. Yo lo ignoraba al principio, pero la sensación era palpable, algo no estaba bien. Recuerdo especialmente una conversación entre mi madre y tía Leticia sobre un libro que esta última poseía, El Caballo de Troya. Relataba cómo dos científicos militares, usando tecnología futurista, viajaban al pasado para presenciar la vida de Jesús y entender algo sobre Dios, al menos según el relato que recuerdo. Este libro despertó en mí una idea extraña, una especulación que apenas podía procesar: ¿y si existieran otras realidades, otras líneas temporales?

Mi madre, por su parte, siempre estaba afectada por la muerte de mi hermano mayor, quien falleció a los seis meses de edad debido a complicaciones de salud. A medida que crecía, comenzaba a entender la profundidad de su dolor, la tragedia que había marcado su vida y la nuestra. En uno de esos momentos de llanto incontenible, tras decir "Solo quisiera saber que está bien", algo sucedió que cambiaría por completo la atmósfera de la casa. Un golpe seco, como si algo hubiera caído al suelo, resonó en el aire, viniendo de algún rincón de la casa, y fue en ese momento cuando mi tía Leticia propuso hacer una sesión de Ouija para tratar de comunicarse con mi hermano perdido.

En los años 2000, no existía la apertura hacia el mundo paranormal que hoy en día encontramos en cada rincón de Internet. Toda la información sobre estas prácticas llegaba de las fuentes más oscuras y ocultas, de esos libros que se encontraban escondidos en la biblioteca más lúgubre de mi tía, quien siempre fue una mujer que, a pesar de su aparente bondad, poseía una sabiduría inquietante, incluso un respeto temeroso hacia los secretos que conocía. Ella nunca me causó miedo, pero sí sabía que había algo en su forma de ver el mundo que me desconcertaba.

Las sesiones comenzaron con la intención de contactar a mi abuelo Fernando, quien había muerto joven, pero pronto las cosas tomaron un giro inquietante. No era él quien respondía a las preguntas; más bien, parecía que algo había sido expulsado para dejar paso a un segundo ente, uno que sí contestaba, uno que conocía detalles íntimos de la familia, como apodos y recuerdos que solo ellos compartían. Ese espíritu parecía conocer a todos, incluso a mí, aunque no había estado presente en la primera sesión. En la segunda, me armé de valor y me asomé desde el borde de la escalera, observando lo que estaba ocurriendo. Lo que vi no puedo describirlo sin un estremecimiento en la piel. Había algo en la atmósfera de esa habitación, algo que no se podía ver, pero sí sentir. Era como si el aire se volviera más espeso, como si todo a mi alrededor estuviera tenso, esperando.

La curiosidad mató al gato. Y en mi caso, mató mi tranquilidad. Tras esa sesión, comencé a tener pesadillas horribles, sueños de muerte, de sangre, de mis primos y yo muertos de las maneras más atroces y sangrientas. Lo peor no era solo el sueño, sino que mis tías comenzaron a tener los mismos sueños, con las mismas imágenes. Yo sentía presencias cerca de mí, veía sombras moverse por el rabillo del ojo, y me estremecía sin razón alguna. Un día, durante una parálisis del sueño, lo vi: un hombre de pie junto a mi cama, vestido con un traje negro, con un sombrero de copa alta que le cubría casi todo el rostro. Solo veía su sonrisa, una sonrisa que jamás olvidaré, una sonrisa retorcida y podrida, como si estuviera mirando a través de mí, no a mí. Intenté gritar, pero no podía moverme, ni respirar. El miedo me paralizaba. Y cuando finalmente logré despertar, el hombre seguía allí, observándome, aunque ya no podía verlo.

Corrí hacia la habitación de mi madre y le conté lo sucedido, mientras desde lejos veía la luz de su cuarto encendida. Al día siguiente, mi tía Leticia, también había soñado con mi muerte. Ellas decidieron hablar con el ente a través de la Ouija, y este les respondió: "Una de las presencias en la vida del niño soy yo, velando por su protección." Pero por más que preguntaron por el hombre de la sonrisa macabra, nunca obtuvieron respuesta.

Finalmente, mis tías decidieron suspender las sesiones de Ouija. El ambiente en la casa se volvió aún más tenso, con fenómenos inexplicables y cada vez más inquietantes. Las pesadillas continuaron, y los problemas de salud mental comenzaron a hacer acto de presencia. Fue entonces cuando mis tías, preocupadas, decidieron llevarme al psicólogo.

Por un tiempo, el miedo se disipó. De alguna manera, encontré algo de paz. El extraño terror primitivo que sentía al estar solo o al mirar la oscuridad desapareció. Pero todo eso cambió una noche, una noche en la que me levanté al baño y sentí esa sensación creciente de pavor, ese miedo que había guardado en mi interior por tanto tiempo. Al acercarme al marco de la puerta, vi algo extraño: en lugar de la puerta, una cortina colgaba, y debajo de ella, unos pies familiares. En ese momento, algo dentro de mí decidió avanzar, sin saber por qué. Me dirigí al comedor, atraído por un deseo inexplicable de conocer al demonio que me había observado durante tanto tiempo. Pero lo que encontré allí no fue un monstruo, sino a un hombre joven, entre 25 y 30 años, sentado en el sillón. Su mirada no me produjo miedo. Al contrario, había algo cálido en su presencia, una sensación de compasión, de amor que me envolvía por completo.




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