Niebla de pesadilla

El hijo del pasajero y el viaje al sur

Cuando tenía cerca de diez años, emprendí un viaje que marcaría uno de los momentos más desconcertantes y extraños de mi infancia. La idea de viajar tan al sur de mi país, a una ciudad pequeña y pintoresca, me emocionaba, no solo por la aventura de un viaje largo, sino también por la oportunidad de conocer a mi tío, quien había decidido mudarse allí un año antes. Aunque para muchos podría haber parecido una experiencia común, para mí fue una travesía llena de misterios y sensaciones que nunca olvidaría.

El viaje fue largo, unas catorce horas en bus, pero al ser un niño, la emoción y la novedad de estar rodeado de golosinas, videojuegos portátiles y las malas películas que proyectaban en el bus, hicieron que el tiempo pasara rápido. Llegué al sur al amanecer, siendo recibido efusivamente por mi tío y mi primo en el terminal de buses. Ellos, que llevaban ya meses en esa ciudad, me hicieron sentir como en casa al instante, y los días siguientes transcurrieron entre exploraciones y aventuras. Jugábamos en las calles cercanas con otros niños de edades similares, y siempre había algo nuevo que descubrir, desde los coloridos mercados hasta los misteriosos rincones de la ciudad.

Uno de esos rincones era una casa abandonada en una de las calles aledañas. Era una construcción vieja, de madera, de esas que parecen que podrían caerse con el siguiente viento. La gente del lugar, principalmente adultos, solía hablar de ella en voz baja, sobre todo cuando caía la noche. No era raro que las leyendas comenzaran a circular: que si algún niño había entrado y había sido asesinado por un muñeco que aparecía dentro, o que si unos chicos más grandes se habían atrevido a hacer una sesión de Ouija en su interior, llevándose el susto de sus vidas. Como era de esperar, los niños de la zona nos encariñábamos con esas historias, pero siempre desde una perspectiva escéptica. En mi caso, jamás creí en tales relatos, pues era un niño con una actitud desafiante ante lo desconocido.

Sin embargo, cuando la tarde comenzaba a caer, y el sol se escondía tras las colinas, las leyendas parecían cobrar fuerza en mi mente. Había algo sobre esa casa que, aunque no lo comprendiera, me producía inquietud. Recuerdo que una tarde, después de haber cortado leña para una señora que vivía cerca, pasé nuevamente frente a la casa. Esa vez, un sentimiento extraño me invadió. Me sentía como un héroe, como si algo grande hubiera sucedido en mi vida (quizás era el simple hecho de haber recibido algo de dinero por mi trabajo, algo que solo un niño de mi edad podría considerar como un gran logro). Me acerqué a la casa con una mezcla de arrogancia y curiosidad, y algo me impulsó a asomarme por la ventana rota. Trataba de ver qué había dentro, tal vez para desmentir las historias que todos contaban, o tal vez solo para sentir que había descubierto algo que nadie más había visto.

Estaba allí, mirando la oscuridad en el interior de la casa, intentando distinguir alguna figura o sombra que confirmara mis sospechas de que todo era solo un mito, cuando de pronto, sentí una extraña mirada. No era como si alguien dentro de la casa me estuviera mirando, sino como si algo en el aire mismo estuviera observándome desde atrás. Me giré bruscamente, y lo que vi me heló la sangre.

En la vereda de enfrente, había un niño. No uno de los niños que jugaban en la calle, no uno con una expresión alegre. Este niño era diferente. Tenía una polera celeste y un short azul, un atuendo completamente fuera de lugar para esa hora y ese clima. En su rostro no había ninguna emoción, ninguna expresión que indicara lo que podría estar sintiendo. Solo estaba allí, de pie, mirando hacia mí. En sus manos sostenía un chocolate blanco con envoltorio morado, algo que me pareció inusual, pero lo que realmente me desconcertó fue el hecho de que lo reconocí al instante: era el chocolate que vendían en una tienda dos cuadras más arriba.

Por alguna razón, me sentí incómodo. Esa sensación de incomodidad fue instantánea, como si hubiera hecho algo indebido solo por mirarlo. Sin pensar, me apresuré a alejarme de la casa, y rápidamente volví a la casa de mi tío, dejando atrás esa imagen perturbadora del niño que no reaccionaba, ni sonreía, ni parecía tener intención alguna. Esa noche, a pesar del cansancio, no pude dejar de pensar en lo que había visto, y aunque intenté restarle importancia, algo en mi interior me decía que había algo raro, algo que no encajaba.

Al día siguiente, le conté a mi primo sobre el extraño niño. Le describí todo: su ropa, su rostro inexpresivo, el chocolate. Mi primo se mostró tan desconcertado como yo, pero luego negó conocerlo, lo que me hizo sentir aún más incómodo. Pensé que, tal vez, mi primo quería mantener el misterio o burlarse de mí, así que insistí, pero él parecía genuinamente confundido. En privado, hablé con mi tía sobre la casa y el niño. Ella, siempre tan protectora, me advirtió que lo mejor era no hablar más del tema, y me dijo que algo muy horrible había sucedido en esa casa. Pero no quiso darme detalles. Era como si algo en ese lugar estuviera envuelto en un velo de silencio.

Los días siguientes transcurrieron entre paseos y descubrimientos, pero de alguna manera, la imagen del niño no me dejaba en paz. Después de todo, ¿quién era? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué había mirado con esa cara vacía y sin emoción? Las respuestas nunca llegaron, y al final me olvidé, o intenté hacerlo, mientras disfrutaba de los últimos días de mis vacaciones en el sur.

Cuando llegó el momento de regresar a casa, mi tío, siguiendo las indicaciones de mi madre, se aseguró de que viajara solo en el bus, sin acompañante. Era una medida de precaución, pues al parecer había una recomendación de seguridad para los niños que viajaban de noche. La ida fue tranquila, aunque sentía una extraña pesadez en el aire, como si algo estuviera pendiente. A medida que la noche avanzaba, me acomodé en mi asiento, comí algo de comida y, finalmente, traté de dormir.




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