El año que pasó después de aquel viaje al sur fue, sin duda, un periodo de cambios. Cambié de casa una vez más, esta vez mudándome con mi madre y hermana a una comuna vecina, una zona que, por más cercana en distancia, se sentía completamente ajena. Era mi sexto cambio en tan solo dos años, y ya había perdido la capacidad de sorprenderme o entusiasmarme con la idea de un nuevo hogar. Los ciclos de mudanza se volvían cada vez más vacíos: se iniciaban, terminaban y se olvidaban, siempre con la misma sensación de que nada realmente importante quedaba de esas experiencias.
La nueva casa no fue la excepción. Aunque contaba con la novedad de tener una habitación para mí solo, era un espacio frío, que no parecía tener ninguna identidad. De hecho, me pasaba más tiempo en las otras áreas de la casa, en la sala, en la cocina o en la habitación de mi madre, de la cual rara vez me movía. Mi hermana mayor y yo compartíamos el piso superior de la casa, con ella en una habitación en la parte de atrás, y yo en la del frente, separada por un largo pasillo. Mi madre, por supuesto, ocupaba la habitación de al lado, como era habitual.
Uno de los aspectos que más me impactó de esta casa fue la presencia de un extraño escritorio en la zona de la cocina, justo fuera de la habitación de mi hermana. Allí, en esa pequeña oficina, pasaba mucho tiempo el novio de mi hermana, quien tenía un gran conocimiento sobre fenómenos paranormales y un amor inexplicable por las películas de terror. A menudo, conversaba conmigo sobre esos temas. Yo, con una mente llena de curiosidad y ansias de comprender, escuchaba sus historias, compartiendo las mías propias, aunque más ingenuas y menos intensas. Mi hermana, que nunca compartió ese interés, se mantenía al margen de estas conversaciones, pero aún así, de vez en cuando no podía evitar intervenir, especialmente cuando le contaba las cosas extrañas que ocurrían en nuestra antigua casa, como esos escalofriantes golpes subterráneos que nos mantenían despiertos por las noches.
Una de las historias que más me atrapó fue la de unos duendes, que supuestamente acosaban a una de sus tías. Según me contaba el novio de mi hermana, estos duendes no solo jugaban con ella, sino que también la mantenían despierta por las noches, bailando sobre su cama. Esta historia quedó grabada en mi mente, aunque por entonces no le di mucha importancia. La vida en la nueva casa, en apariencia, seguía su curso, pero la atmósfera comenzaba a tornarse extraña.
Pasaba mucho tiempo solo, especialmente porque mi madre y hermana trabajaban todo el día. En esos momentos de soledad, exploraba cada rincón de la casa, buscando algo que me distrajera, algo que le diera sentido a esa extraña sensación que comenzaba a invadirme. Un día, mientras revisaba mi habitación, noté algo peculiar en la esquina de la pared, un pequeño agujero. Al principio, pensé que era una imperfección en la construcción, algo normal en una casa antigua, pero cuando lo observé más detenidamente, me di cuenta de que no era un simple agujero. Parecía una abertura muy pequeña, difícil de detectar a menos que se mirara con atención. Nadie más había notado este agujero, y, por extraño que parezca, ni siquiera yo había prestado atención a mi habitación, pues solía dormir en la de mi madre debido a mi miedo a la soledad.
Un día, sin pensarlo mucho, decidí dormir en mi habitación. Quería experimentar algo nuevo, tal vez encontrar alguna conexión con el lugar. Al despertar, noté algo extraño: tenía rasguños en el antebrazo, pequeños y superficiales, pero claramente visibles. No le di mucha importancia en ese momento. Pensé que podría haber sido por alguna razón tonta, tal vez un movimiento involuntario mientras dormía. Pero la noche siguiente, al intentar dormir allí de nuevo, ocurrió lo mismo. Al despertar, mis brazos estaban nuevamente marcados, como si algo, o alguien, hubiera dejado esos rasguños con intencionalidad.
A medida que pasaban las semanas, olvidé el incidente. No le presté mayor atención, ya que los días pasaban entre mi habitual soledad y mis crecientes obsesiones por el mundo paranormal. Comencé a ver más películas de terror, a leer sobre fenómenos extraños y a investigar sobre criaturas como los duendes. Mi mente, cada vez más inclinada a creer en lo inexplicable, comenzó a convencerse de que esos rasguños eran obra de algún ser paranormal, un duende que vivía en el agujero de mi habitación.
Decidí, en un momento de impulso y temeridad, intentar invocar al ser que creía habitar en mi habitación. Había encontrado una oración en línea, una supuesta invocación que prometía atraer energías paranormales. Armado con la inocencia y valentía de un niño de once años, repetí las palabras, riendo en mi mente de lo ridículo que todo parecía. Sin embargo, tras intentarlo siete veces sin éxito, algo dentro de mí me impulsó a intentarlo una vez más. Y fue esa octava vez la que cambiaría todo.
De pronto, escuché un golpe. Un sonido sordo y pesado, como si algo grande hubiera caído al suelo, cerca de la parte trasera de la casa, detrás de la cocina y la habitación de mi hermana. Era el tipo de golpe que hace una bolsa de carne cuando se deja caer al suelo, algo muy específico, que me heló la sangre. El miedo me invadió de inmediato, como un líquido frío que recorría mis venas. Quedé paralizado durante varios segundos, incapaz de moverme, intentando convencerme de que era un ruido proveniente de la casa de los vecinos. Pero algo me decía que no era así. Algo en mí sabía que aquello era consecuencia de mi blasfemia.
Pasaron varios días en los que no volvió a suceder nada que pudiera identificar como paranormal. Pero la atmósfera de la casa cambió. Aunque no veía ni escuchaba nada directamente, sentía que algo había alterado el ambiente. La casa, que antes era solo un lugar frío y vacío, se había vuelto extraña. Cada rincón parecía estar impregnado de una energía inquietante. Los días se hicieron largos, y las noches más pesadas. Comencé a despertarme con una sensación constante de peligro, un miedo primitivo que me invadía sin razón aparente. Fue entonces cuando ocurrió lo que temía.