Niebla de pesadilla

sabes ? . yo también tengo un sueño

De vez en cuando, tengo esta extraña sensación de encontrarme en otro mundo, uno completamente ajeno al que suelo habitar. No sé si será un sueño, una pesadilla o una alucinación; lo cierto es que ocurre en un abrir y cerrar de ojos, como si de repente toda mi vida y realidad se desvanecieran y entrara en otra, una dimensión distinta. Sé que suena extraño, casi como un concepto sacado de un cuento fantástico. No sé si en otros idiomas existe una palabra que se le pueda atribuir a este fenómeno, algo que se acerque a lo que se siente cuando se vive algo así: una mezcla entre la fantasía de los sueños y la pesadilla que se desborda. Es como si fuera un estado liminal, una transición de lo que podría ser una pesadilla y una realidad alterna.

Todo comienza en una casa de madera, una casa nostálgica, que parece arrastrar consigo las huellas de muchos años de abandono y sufrimiento. En esta casa, los muebles están dispersos por el suelo, destrozados con vehemencia, como si alguien hubiera descargado toda su furia sobre ellos. Las paredes están cubiertas de mugre, óxido y sangre seca, rastros de un tiempo que parece haberse detenido hace más de una década. Es como si esta casa hubiera sido testigo de muchos horrores y estuviera atrapada en un ciclo interminable de destrucción.

En este escenario oscuro, me encuentro acompañado por un perro blanco con manchas cafés. Su presencia me resulta a la vez reconfortante y aterradora, pues la tensión en el aire es palpable. Al principio, la casa parece vacía, pero algo en su ambiente me hace sentir que no estamos solos. La puerta principal de la casa está abierta, no de manera amigable, como si nos invitara a entrar, sino con la sensación de que alguien o algo la hubiera forzado, como si hubiésemos llegado a un lugar donde no deberíamos estar. Es un lugar que no está dispuesto a recibirnos, sino que, más bien, nos está esperando.

Cuando avanzamos, una sensación de miedo comienza a apoderarse de mí. Un nudo en el estómago se hace más grande con cada paso, y el perro, mi fiel compañero, empieza a orinarse sobre los restos de muebles y cuadros rotos que cubren el suelo. Las personas que aparecen en esos cuadros destruidos me resultan extrañamente familiares, pero a la vez, no logro identificar quiénes son. Algo en esas imágenes me inquieta profundamente, como si me estuvieran observando desde un lugar donde no pertenecen.

Con cada paso, avanzamos con cautela, intentando no hacer ruido. Al mirar hacia la derecha, tras unos pocos pasos, veo dentro de una habitación oscura a una criatura sentada en un catre viejo. El catre está cubierto de sábanas arrugadas, algunas manchadas de sangre seca y otras de fluidos que emiten un olor nauseabundo, mezclado con el de algún licor rancio. No hay luz en la habitación, no porque no tenga ventanas, sino porque estas han sido selladas desde adentro con pedazos de madera oxidada, astillada y sucia, como si alguien intentara mantener a la criatura contenida allí.

La visión de la criatura me llena de terror. Se trata de un ser extraño, llorando en el catre. Mi instinto me dice que no debo acercarme más, pero mis pies parecen no obedecer. La criatura se levanta de repente, haciendo un sonido espantoso al chocar con los objetos rotos del suelo. Su cuerpo parece humano al principio, pero pronto noto las diferencias. La sábana que cubre su torso está manchada de sangre, pero lo que me atemoriza más son las extremidades. Sus piernas y brazos, aunque en apariencia humanas, están marcados por venas prominentes y varices, y de sus talones sobresalen espinas óseas en forma de espuelas. Su rostro está distorsionado, con cicatrices frescas que aún sangran, y unos mechones de cabello claro manchados cubren su frente.

En el momento en que sale de la habitación y me mira directamente, siento una extraña sensación de familiaridad, como si de alguna manera conociera a esta criatura, como si algo en mi interior me dijera que ya la había visto antes, aunque no pudiera recordar dónde ni cuándo. Entonces, comienza a golpearse la cabeza contra las paredes con una fuerza brutal, como si se alimentara del dolor. Cada golpe resuena en el aire con una vibración espantosa que me hace temblar. La criatura avanza hacia nosotros, disfrutando de cada paso que da sobre los vidrios rotos. Su risa, aunque desquiciada, tiene algo de tristeza, como si su dolor fuera eterno.

Mi perro, temblando de miedo, muestra su abdomen en señal de sumisión. Pero la criatura, enfurecida, se acerca aún más, y puedo ver que sus ojos, antes frenéticos, ahora parecen mucho más enfocados en nosotros. Cada uno de sus movimientos parece deliberado, como si estuviera probándonos, evaluándonos. Mi mente está llena de preguntas sin respuesta, y en medio de todo este caos, me encuentro mirando un pequeño árbol de Navidad, destruido y esparcido por el suelo. Todo parece irreal, como una pesadilla distorsionada, pero al mismo tiempo, es tan vívido que no puedo ignorarlo. Me doy cuenta de que el día en que ocurre todo esto es el veinticinco de diciembre, el día de Navidad, y un sentimiento de terror se apodera de mí. Todo lo que solía representar esta fecha—la alegría, la calidez, la familia—ha sido destrozado, como el árbol que yace muerto en el suelo.

Entonces, como si en un intento de calmar a la criatura, ofrezco un regalo. No es nada más que un cuadro, un cuadro con las mismas personas que se encontraban en los vidrios rotos, aquellos rostros familiares que no consigo identificar del todo. La criatura toma el cuadro, lo mira por un momento, y se echa a llorar. Sus sollozos son desgarradores, mucho más perturbadores que cualquier otra cosa que haya experimentado en este lugar. La angustia en su llanto es tan palpable que me resulta casi insoportable. En ese instante, algo dentro de mí, tal vez un destello de empatía o compasión, me hace detenerme. No intento huir, ni atacar. Algo en mí me dice que debo esperar.

De pronto, la criatura deja de llorar. Su llanto cesa abruptamente, como si hubiera roto algún tipo de maldición en su interior. Me mira de nuevo, pero ahora no con furia, sino con una mirada más pensativa, casi melancólica. No dice palabra alguna, pero la sensación que transmite es clara: sabe que algo dentro de mí ha cambiado. En ese momento, la criatura toma una decisión. Levanta una puerta en el suelo, en lo que parece la cocina, y ordena en mi mente, con una voz autoritaria: “BAJA”. Mi perro, como por instinto, obedece inmediatamente y desciende, seguido de mí. Mi cuerpo está completamente paralizado por el miedo, pero aún así sigo a mi fiel compañero.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.