Pasaron los días y comencé a sentirme cada vez más abrumado por los recuerdos y los constantes viajes que se alargaban a esa otra dimensión en la que soy un niño. Sentía que estaba al borde de volverme loco, pensando en ello cada vez más, especialmente porque ya no tenía trabajo y vivía solo. Normalmente, una ducha calmaba mi estrés, pero hacía semanas que no me bañaba. Estaba obsesionado con obtener más información de mis recuerdos, y llegué a un punto de estrés máximo, rompiendo los límites que me impongo como adulto calmado.
De pronto, ese recuerdo vino a mí como una piedra golpeando mi cerebro. No me sentía así desde que vivía en… Entonces, sentí el cambio abrumador de la otra realidad abrazándome y despojándome de mi vida adulta. Pude ver cómo mi casa se derretía, y todo quedaba en un silencio absoluto mientras en mi mente sonaba una especie de alarma que me advertía que estaba en peligro, esa misma que sentía durante los cambios.
Esta vez no estaba en la calle de siempre, sino en un colegio con antiguas salas de madera, desgastadas, sucias y astilladas. Las puertas estaban abiertas y las paredes manchadas de sangre y mugre, acumulada durante años, volvían a llenar mi visión. Mi mente se intimidaba, no importaba cuántas veces viera esas imágenes. Noté que en las ventanas rotas, los cristales estaban esparcidos por el piso, y los pedazos aún pegados en los marcos se exhibían como garras sangrantes, como si algún incauto hubiera intentado acercarse.
Esta vez, mi cuerpo de niño, de entre diez y doce años, estaba hinchado, gordo y abultado por el sobrepeso. Llevaba uniforme escolar, pero estaba descalzo y tenía la impresión de estar completamente solo en este lugar silencioso y destruido. Cuando comencé a avanzar, sentí el frío de mis pies descalzos, lo rasposo del suelo y las partes que aún conservaban tierra de esta antigua escuela.
Después de unas horas recorriendo el lugar, noté la presencia de maniquíes masculinos y femeninos con piel humana, pero sin rostro, que parecían ser los habitantes de ese sitio. Al verme, comenzaron a burlarse de mi aspecto gordo y torpe, moviéndome lentamente y de manera burda, como ellos. Había pasado tanto tiempo en ese lugar que ya no interactuaban conmigo de otra forma que no fuera riéndose de mí.
Finalmente, pasaron horas e incluso días, y comencé a disfrutar de que los maniquíes se rieran de mí, ya que era la única interacción que tenía en este mundo tan intimidante. Quería ser esbelto como esas figuras, así que tomé la decisión de inducirme el vómito en los intervalos en que no veía a los maniquíes. Como el tiempo parecía transcurrir de manera diferente, podría decirse que lo hacía unas tres o cuatro veces al día.
Con el pasar del tiempo, sabía que no saldría pronto, como en las otras veces. Comencé a sentirme atrapado, incapaz de despertar de este mundo de pesadilla.
Comencé a sentirme atrapado, incapaz de despertar de este mundo de pesadilla. Los días y las noches se mezclaban sin distinción, como si el tiempo en este lugar no siguiera ninguna lógica. La sensación de estar atrapado en un ciclo interminable de desesperación se apoderaba de mí cada vez con más fuerza. Lo que nunca percibí, lo que nunca imaginé, fue que estos seres siempre habían estado observando mi desesperada tentativa por encajar entre ellos. Ellos, las figuras grotescas y sin rostro, se divertían con mi sufrimiento, como si mi tormento fuera su único entretenimiento.
A medida que intentaba moverme, veía cómo se comunicaban entre sí. No con palabras, sino con una especie de lenguaje silencioso que yo no comprendía, pero que sentía profundamente en el aire. Sus risas resonaban en mis oídos, hirientes y frías, burlándose de mí, de mi cuerpo, de mi torpeza. Y sin darme cuenta, yo mismo había quedado quieto, paralizado por el miedo. El miedo a que, si avanzaba, algo terrible podría suceder. El miedo de pisar algún vidrio roto y hacer que el sufrimiento se intensificara. No había dado ni un solo paso. Mi cuerpo, pesado y lento, parecía estar atado al suelo, como si el mismo miedo se hubiera infiltrado en mis huesos.
En ese momento, una campana vieja comenzó a sonar, un sonido bajo y tembloroso, como si el tiempo se estuviera deshaciendo. El sonido, aunque débil, resonaba con una fuerza aterradora en mi pecho. Los maniquíes, esos seres vacíos, comenzaron a retirarse lentamente del lugar, alejándose sin prisa, como si nada en este mundo tuviera importancia. Fue entonces cuando me atreví a moverme. Di un paso, y luego otro, sintiendo el dolor de mis pies al rozar el suelo áspero y roto. Cada paso era un tormento, como si mis pies estuvieran siendo destrozados lentamente. La sensación de maltrato se intensificaba a medida que avanzaba, pero no podía detenerme. Sabía que debía salir de allí, aunque fuera arrastrándome.
Finalmente, logré llegar a la escalera, una escalera de concreto rugoso que parecía una reliquia olvidada. Me deslicé por ella, el sonido de mis pies golpeando el metal resonaba como un eco distante en la oscuridad. Emerjí en la avenida, un lugar que, aunque desconocido, parecía ser el camino que debía seguir. El instinto me guiaba, como una brújula rota que no podía fallar. Sentía una necesidad imperiosa de volver a lo que en mi mente era mi casa, el único lugar donde podía encontrar algo de consuelo, aunque sabía que ese consuelo ya no existía.
Estaba completamente abatido, tan hundido en la desesperación que cada paso era una lucha contra el agotamiento. Mi cuerpo, dolorido y desgarrado, solo respondía de manera lenta, como si estuviera arrastrando una carga invisible. Y entonces, una figura se acercó. Una figura femenina, uno de los maniquíes. Se movía hacia mí, su rostro vacío y su cuerpo rígido, pero había algo en su presencia que me desbordó. Me dirigió unas palabras, que solo pude escuchar en mi mente, como una especie de susurro ajeno: "Tranquilo, eres lindo, solo que estás demasiado gordo". Las palabras me golpearon como un martillo. No podía entender. ¿Cómo era posible que una criatura tan vacía tuviera algo que decirme? ¿Qué significado tenía esa burla en un lugar donde nada parecía real?