Niebla de pesadilla

El duelo final

Finalmente, desperté en una cama de hospital, rodeado por otros niños. La habitación estaba limpia, ordenada, un contraste absoluto con la oscuridad de mi experiencia anterior. Era la primera vez que veía a otros seres humanos en este lugar extraño, y me pregunté si acaso estaba en una dimensión alterna a la que había visitado. Estos niños parecían normales: sus rasgos, sus movimientos, nada en ellos parecía fuera de lugar.

La puerta principal y las ventanas estaban cerradas. El vidrio de la ventana tenía un aspecto desgastado, poroso, como si fuera un espejo distorsionado. Los otros niños hablaban entre ellos, como si llevaran mucho tiempo en este lugar, mientras yo me sumía en el silencio, perdido en mis pensamientos. Recuerdo haber intentado abrir la puerta en varias ocasiones, siempre sin éxito.

Con el paso de los minutos, la comida apareció, al igual que guías escolares y lápices. Todo seguía un ciclo repetitivo, monótono, durante el día. Al principio, no entendía qué sucedía, pero con el tiempo encontré una extraña calma en ese ritmo. No necesitaba hablar, y a nadie parecía importarle. Ellos conversaban entre sí mientras yo los observaba en silencio. Para ellos, mi quietud no era un problema. Era como si todos estuviéramos atrapados en un mismo vacío.

Pasaron semanas, tal vez meses. Mi mente comenzó a recordar: recordé por qué había llegado allí. La revelación fue como una chispa en la oscuridad. Tomé un impulso feroz y corrí hacia la puerta, la misma que me había detenido tantas veces. Esta vez, al golpearla con furia, los cristales estallaron. Cada ventana de la habitación reventó en una explosión de vidrio. El aire se volvió denso y rojo, teñido por el anochecer. Y entonces, sentí mi cuerpo transformarse: recuperé mi forma adulta, mi consciencia, mis miedos.

Lo que vi al salir fue el mismo hospital, pero ahora distorsionado, grotesco. Las paredes estaban cubiertas de mugre y sangre, los pasillos oscuros y mal iluminados. Los cristales rotos cubrían el suelo. A pesar de ser un adulto, esa atmósfera aún me helaba la sangre. A cada paso, sentía el peso de una presencia oscura observándome.

Los pasillos eran como laberintos, algunos iluminados por luces mortecinas que apenas podían disimular las sombras. Maniquíes deformes, con piel humana sin rostro, se alzaban en las esquinas, como si esperaran algo o alguien. Cada rincón de ese lugar estaba plagado de horror. Incluso los niños de la sala en la que había estado, ahora se habían transformado en esas criaturas sin alma.

Avancé, casi como un sonámbulo, hasta llegar a una ventana rota. Miré hacia abajo, y el horror se profundizó al ver cómo la realidad se distorsionaba. Vi la vieja escuela, las casas, todo apilado, como si el espacio y el tiempo estuvieran desbordados. En la oscuridad de la noche rojiza, reconozco la casa que había habitado la criatura de las sábanas. Y entonces, los ecos de los llantos, los lamentos, comenzaron a llenar el aire.

Avancé por un nuevo pasillo hasta llegar a un catre oxidado, donde la criatura de las sábanas yacía. Su cuerpo estaba gravemente herido, aplastado, incapaz de moverse. La vi de cerca, y en sus ojos vi algo que jamás había visto antes: el reflejo de mi propio miedo. Intentó comunicarse, pero sus palabras eran solo balbuceos. Algo dentro de mí se rompió. Caí al suelo, llorando sin control, no por mí, sino por ella, por lo que representaba.

Pero la criatura, al sentir mi compasión, se enfureció. En un violento movimiento, saltó del catre, haciendo el sonido más grotesco, como una bolsa de carne arrojada desde lo alto. Me arrastré hacia atrás, el miedo apoderándose de mí, pero algo dentro de mí cambió. Algo se despertó. El recuerdo de mi perro, de mi hogar, me dio fuerza. Luché. La criatura intentó arrastrarse hacia mí, sus pieles rasgándose contra los vidrios rotos. Finalmente, en un furioso estallido de rabia, la lancé por una ventana. Al caer, la criatura se desvaneció, pero el espejo roto reveló algo más: una pared, con un agujero de unos veinte centímetros. Y debajo, una inscripción que heló mi sangre: “Rezarás por mí”.

Con el corazón latiendo a mil por hora, respirando pesadamente, el aire se volvió espeso, denso. Un olor a tabaco me quemó la garganta. Los ojos se me llenaron de lágrimas por el esfuerzo y el miedo, pero la visión de la sala donde me encontraba... No era solo una sala. Era un vestigio de algo mucho más grande, algo más antiguo. Un maniquí femenino, longevo y familiar, seguía llorando y fumando, junto a una oxidada cuna. Y cuando me acerqué, sentí un toque frío como el hielo en mi brazo. Era él: el hombre con el sombrero. Al verme aterrorizado, soltó una sonrisa inhumana, y la mujer, al ver eso, corrió hacia nosotros. Pero algo cambió en mi interior. La lucha por mi vida, por mi libertad, ya no era solo física. Era una guerra interna.

La estructura tembló. Y entonces, todo se invirtió. Los pasillos, las paredes, el tiempo y el espacio. En un giro vertiginoso, todo se desmoronó. La locura me rodeó, pero algo dentro de mí, un fuego que nunca había visto antes, despertó con furia. La dimensión misma se dobló ante mi voluntad. El hombre del sombrero apareció varias veces más, pero ya no me sentía como antes. Sabía que la batalla por mi vida estaba llegando a su fin.

Pasaron años, pero entendí algo fundamental: no era una víctima, sino un superviviente. Recibí una llamada de auxilio, pero no era una voz externa. Era la mía propia. Mi versión más joven me encontraba, atrapada en este mundo. Yo ya no era solo un niño. Yo era el que había sobrevivido, el que había vencido al hombre del sombrero. Y ahora, al encontrarme con mi tía Leticia, todo tuvo sentido. La respuesta estaba dentro de mí.

Me guiaron a la última sala. La sala donde todo comenzó. Donde la mujer lloraba, donde el hombre con el sombrero esperaba. Pero esta vez, yo no era el mismo. La criatura de las sábanas, mi propia oscuridad, ya no tenía poder sobre mí. La cuna, la figura, el llanto... todo se desvaneció ante la fuerza de mi voluntad.




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