Contrajo con fuerza sus parpados una vez más intentando encontrar el descanso que deseaba tener en ese preciso momento, pero era inútil. Bufó molesto, no solo había tenido que refugiarse de ese sequito de chicas huecas y descerebradas que se habían autoproclamado sus fans, y las cuales no hacían nada más provechoso y productivo con sus vidas que seguirlo una y otra vez como si eso fuese a cambiar en lo más mínimo la poca importancia que les dirigía a ellas. Giró los ojos enfurecido por tal sandez, y si eso no fuera suficiente, el calor que rondaba los alrededores era desagradable y casi enfermizo, logrando que cualquier esfuerzo por calmar su mal humor fuera una completa pérdida de tiempo.
Resopló con notorio fastidio por segunda ocasión retirando las traslucidas gotas de sudor que resbalaban por un costado de su rostro, notando a lo lejos como una pequeña sombra se aproximaba a pasos lentos y algo torpes hasta el enorme árbol de cerezos que hasta ese momento le había servido de escondite. Se movió con lentitud sobre la firme rama que lo sostenía hasta estar seguro de que no le vería, sin embargo, todos sus intentos parecieron inútiles, su joven seguidora había decidido tomar asiento sobre una raíz saliente justo debajo de él. ¡Perfecto!, una de ellas no solo ya lo había localizado, sino que también pensaba hacer guardia hasta que decidiera por voluntad propia bajar.
Una lista interminable de maldiciones salió silenciosa de sus labios, ahora sí, no le quedaba la menor duda al respecto. Su día definitivamente se había ido al mismísimo demonio. Diez, veinte, treinta minutos y esa chica aún continuaba en la misma posición. Solo permanecía quieta mientras que la cálida brisa veraniega golpeaba su rostro elevando con gracia sus cabellos, cansado de esperar algún movimiento sorpresa de su parte, decidió descender y enfrentar de una vez la situación. Con agilidad tocó tierra firme y a paso cauteloso se aproximó a la que aún inmóvil, aguardaba sentada bajo la copa del gran árbol de sakuras.
—Duerme —se dijo con cierta extrañeza al verla en un profundo estado de sueño.
Paso a paso se acercó hasta ella, rompiendo más y más la distancia que inconscientemente traspasaba su propio espacio personal. Arqueó una de sus cejas al notar que esa pequeña era más joven de lo que había imaginado, tal vez unos cinco o quizás hasta ocho años menor que él. Llevaba un largo vestido color negro que conseguía resaltar de forma impresionante el tono marfileño de su piel, algo que le pareció extraño para alguien de su edad y estando el clima a grados tan elevados. Dirigió su atención hacía el brillante crucifijo que reposaba sobre su pecho. Era hermoso, tenía un marco de plata cubierto por otra parte más diminuta compuesto por diamantes, era como ver dos partes unidas en una sola. Una forma poco común, estando dispuesto a tocarlo si no fuese porque vio ese golpe en colores escabrosos que palpable se extendía por una de las blancas y tersas mejillas de esa desconocida.
—¡Elisa!
Escuchó decir por los alrededores.
—¡Hermana!, ¡¿estás aquí?!
Aquella voz lo puso en alerta, era cuestión de unos cuantos metros para que la localizaran.
—¿Isabela?
Alcanzó a oír a una distancia que para su disgusto estaba cerca. Demasiado cerca. Giró su rostro en la dirección de dónde provenía esa dulce y adormilada voz, encontrándose con un par de ojos cobrizos que le observaban. Tragó con pesadez al reparar en los pocos centímetros que separaban sus rostros y que en un principio había pasado a segundo plano. Se maldijo internamente por sentir aquel peculiar cosquilleo de nerviosismo recorrerle por entero, incomodándole el hecho de saber que era por esa pequeña niña por quien lo sentía. Algo patético si recordaba que era ya un hombre de casi dieciocho años.
—Demonios —apretó la quijada y de un solo paso se alejó de la castaña que aún confundida parpadeaba una y otra vez intentando salir del mundo de los sueños. La vio ponerse de pie usando el grueso tronco como soporte cuando el llamado de aquella otra voz se volvía a esparcir por el parque, ahora mucho más cerca de ellos.
Elisa avanzó unos cuantos pasos, pero se detuvo justo al estar frente a esa otra niña de mirada parda y cabellos rojizos, quien furiosa le debatía sin parar sobre la lesión que marcaba su delicada cara.
—Dime, ¡quién te lastimó! —soltó Isabela enfadada cuando viera a Elisa sonreírle con ternura mientras tomaba con cariño su mejilla. Tragó saliva con dureza y de mal modo retiró la mano de su hermana para así poder contenerse. Contrajo sus ojos debido al escozor de las lágrimas que aún contra su voluntad surgían y le era difícil detener. Impotente apretó sus puños y mordió su labio inferior en un intento por retener los enormes deseos que tenía de llorar. Ella no podía hacerlo, su llanto solo incrementaría el dolor de su querida hermana.
—Deja de llorar por cosas sin sentido y mejor vámonos, Isabela —le recriminó Elisa entre risas forzadas que luchaban por controlar el torbellino que arrasaba con todo en su interior. Subió su mano y cubrió instintivamente el golpe que había recibido para que su hermana dejara de verlo.
—¡Yo no estaba llorando! —alegó la menor ahora más calmada, limpiando con disimulo los surcos transparentes que se dibujaron en su cara—. Si no salieras sola, nada de esto sucedería —recalcó insistente tomándola de la mano, guiándola en dirección a la salida.
Solo cuando estuvo seguro de que ambas se habían marchado, pudo salir de su escondite detrás de ese enorme árbol de cerezos. Dio media vuelta decidido de igual forma a irse, aún así, una rara inquietud por mirar hacia atrás se apodero de él. Miró con recelo el espacio vacío en el que esa niña había estado durmiendo, divisando como poco a poco el sitio era cubierto por los suaves pétalos de sakura que caían. Elevó una de sus manos, no tardando demasiado tiempo en tocarlos. Una leve sonrisa surcó por sus labios en el momento en que un presentimiento poco usual latió dentro de su ser. Esa niña regresaría el día de mañana y por ilógico que sonara, él estaría esperándola.
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Editado: 11.07.2022