El abatir de los cerezos lo trajo de regreso a la realidad, contemplando gratamente el danzar de aquellos pétalos que con el pasar del tiempo, habían sido sus más fieles confidentes, ya que solo ellos presenciaron su historia, su lucha y su espera.
El leve jaloneo de su saco lo hizo bajar la vista ante la personita que tan insistente trataba de atraer su atención, no pudiendo evitar perderse una vez más en la pureza de aquellos esplendidos ojos color chocolate. La analizó con detenimiento estudiando cada detalle, cada sonrisa, cada simple facción afectuosa que realizaba ese tierno rostro de niña pequeña. Acarició sus castaños y largos cabellos, disfrutando del como desprendían delicados resplandores gracias a los brillantes rayos de sol que adornaban ese día de agosto. Cogió el crucifijo que reposaba alrededor de su cuello, embargándole de golpe una indescriptible emoción de felicidad.
—Serás tú quien cuide de él hasta mi regreso.
La evocó una vez más.
Se inclinó sobre sus piernas bajo la sombra del enorme y añejo árbol de sakuras, pronunciando en incontables oraciones el nombre de la persona que le había orillado a visitar esos territorios tan mágicos. Rozó con suma ternura la dorada placa de metal que prendía de la madera rugosa, y dibujándolo en el aire, enunció dentro de su mente el nombre escrito en una pulcra y perfecta caligrafía. Elisa Bennett (1980-2002).
—Te echo mucho de menos —colocó en la tierra el maravilloso ramo de flores de cerezo que cargaba entre sus brazos. Ella de alguna forma escuchaba todo lo que tenía que decirle—. ¿Lo recuerdas? —le dijo con aquel radiante mirar velado por el destello de las lágrimas que retenía entre sus parpados—. Hoy cumplo diez años, ¿no te alegras, mamá? —así era, ella había venido al mundo un último día de agosto, el mismo día en que tristemente también su querida madre se marchó para otorgarle la oportunidad de nacer. Teniendo como único recuerdo, el crucifijo que le habían obsequiado tanto ella como su padre, un regalo que cuidaba como un tesoro incalculable—. No sabía que te gustaran tanto los cerezos —indicó en forma risueña haciendo un esfuerzo por contener la risa después de ponerse de pie y mirar con sus propios ojos, como el alto hombre que la acompañaba intentaba fervientemente capturar los rosados botones que, tras la pronta aparición del otoño, caían del resguardo de sus fuertes ramas.
—En realidad no es eso. Me gusta imaginar que son copos de nieve —contestó con nostálgica alegría, como si fuese la opción más obvia a la infante que meditaba su respuesta.
—Papá, eres extraño —rebatió con una sonrisa esplendorosa en sus sonrosados labios.
—Mira quien lo dice —contraatacó a su hija, metiendo sus manos a sus bolsillos con la intención de retirarse—. Vamos Elizabeth, ha llegado la hora de irnos.
Caminó solo unos pasos dejando que su hija continuara avanzando y así poder estudiar el impresionante parecido que tenía con su madre cuando la conoció. Pese a que Elisa se había ido hace muchos años, una parte muy importante de ella había logrado quedarse consigo. Elizabeth era la persona a la que más amaba, a quien más protegería. Volteó su cabeza, no pudiendo evitar la sensación de mirar hacia ese lugar que guardaba en sus entrañas, las cenizas de esa gran mujer que el destino le permitió conocer.
—Cuando era joven deambulaba solo entre las sombras, pero aún si fue en la oscuridad, solo tú tuviste el valor para guiarme entre las tinieblas —murmuró con anhelo, pareciéndole verla de pie en el hermoso árbol de cerezos—. Hasta pronto, mi querida Elisa —se despidió una vez más como cada vez que visitaba aquel parque que poseía su más pura esencia.
Esa niña ciega había sido ese diminuto rayo de esperanza que se coló en su vida, la misma niña a la que quiso, la mujer a la que amó y el ser al que esperaría como cada año, como cada último día de agosto. Después de todo, al igual que esos extraños y rosados copos de nieve que tanto había adorado, ella regresaría.
Siempre, siempre regresaría.
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Editado: 11.07.2022