Nieve sobre Oxford street

Capítulo 1: Londres en diciembre

Amelia

El frío de Londres en diciembre tiene una cualidad particular: no solo se mete bajo la piel, sino que se cuela en los huecos que dejan los recuerdos y los anhelos. Es un frío que pide a gritos bufandas gruesas, tazas humeantes y alguien con quien compartir el silencio. Pero yo, Amelia Hartwell, de dieciocho años y con más inseguridades que fotografías en mi portafolio, estaba aprendiendo a compartir el mío solo con mi cámara.

Mi refugio era Oxford Street iluminada como un sueño de luces blancas y doradas. Los adornos navideños colgaban de un lado a otro de la calle, como un dosel brillante sobre el río humano de compradores, turistas y amantes. Yo me deslizaba entre ellos, invisible, una sombra más entre tanta luz. Mi cámara, una Canon antigua que había sido de mi abuelo, era mi única voz en ese bullicio. A través de su objetivo, el mundo se volvía manejable: un encuadre, un ajuste de luz, un instante congelado. Allí, yo tenía el control.

—Amelia, ¿otra vez sales a congelarte los dedos? —la voz de mi madre, cálida y preocupada, me siguió hasta la puerta de nuestro pequeño piso en Notting Hill.

—Es para el concurso, mamá —respondí, envolviéndome en una bufanda granate que me tapaba media cara—. El de La esencia de la Navidad londinense.

—Ya sé, cariño. Solo ten cuidado. Y no vuelvas muy tarde —su sonrisa era una mezcla de orgullo y esa pena sutil que tienen las madres cuando ven a sus hijos perseguir algo que parece demasiado grande.

El premio del concurso era mi obsesión secreta: una exposición en una galería pequeña pero prestigiosa de Covent Garden y suficiente dinero para un equipo nuevo. Era mi pasaporte para demostrarle al mundo —y, más importante, a mí misma— que podía ser alguien. Alguien cuya mirada valía la pena capturar.

Mi hermana Lucy, de trece años y una energía que podría alimentar las luces de toda la calle, asomó la cabeza desde el sofá.

—¿Vas a buscar al chico misterioso de tus fotos? —preguntó con una sonrisa pícara.

—¿Qué chico? —dije demasiado rápido.

—Ese que siempre sale desenfocado al fondo, mirando los escaparates. Parece triste. Y guapo.

—No busco a nadie, Lucy. Busco… atmósfera.

—Atmósfera con ojos azules —canturreó ella, hundiéndose de nuevo entre los cojines.

Salí al crepúsculo, con las mejillas ya enrojeciéndose por el viento cortante. Londres en Navidad era una contradicción: alegre y despiadadamente sola al mismo tiempo. Las risas estallaban en grupos, las parejas se apretaban las manos dentro de los bolsillos de los abrigos y las familias formaban bulliciosos archipiélagos de alegría. Yo navegaba alrededor de ellos, un iceberg a la deriva en mi mar de suéteres grandes y timidez.

Caminé hasta mi rincón favorito, justo donde Oxford Street se encuentra con Regent Street. Desde allí, la perspectiva era perfecta: las luces se perdían en la distancia creando un túnel de brillo, y la gente se convertía en siluetas anónimas, partículas de un espectáculo mayor. Apoyé la cámara en una barandilla, ajusté la velocidad de obturación para captar el movimiento difuso de las multitudes contra la nitidez de las luces, y respiré hondo. Este era mi lenguaje. Aquí no tenía que hablar, ni sonreír por compromiso, ni preocuparme por decir algo incorrecto.

Pero mientras miraba a través del visor, una sensación familiar se arrastró desde el estómago hasta la garganta: la punzada de querer ser parte de lo que fotografiaba. No solo la observadora invisible, sino alguien dentro del cuadro, riendo, con las manos entrelazadas con otra mano; sintiendo que pertenecía a esa magia en lugar de solo documentarla.

«¿Cuándo dejó de ser solo una ciudad para convertirse en un recordatorio constante de todo lo que me faltaba?», pensé. La pregunta, recién formulada, quedó flotando en el aire helado.

Ajusté el enfoque hacia un niño que miraba embobado un escaparate lleno de juguetes. Su expresión de asombro puro era justo lo que buscaba. Pero entonces, en el borde del encuadre, una figura alta y desgarbada entró en foco. Un chico, solo, con las manos metidas en los bolsillos de un elegante abrigo negro. Su postura era distinta: no la de un comprador absorto, sino la de alguien que observaba la escena como yo, desde afuera, a pesar de estar en medio de ella. Tenía el cabello rubio cenizo, desordenado por el viento.

Por un instante, nuestros ojos se encontraron a través del lente. Los míos, verdes y abiertos por la sorpresa; los suyos, de un azul intenso incluso a través de la distancia y el cristal. Él frunció levemente el ceño, como si hubiera sido descubierto, y dio media vuelta, fundiéndose entre la multitud.

Mi corazón dio un vuelco extraño. No era miedo. Era… un reconocimiento. Como si hubiera visto un espejo de una soledad similar a la mía, pero envuelta en una elegancia ajena.

Bajé la cámara, sintiendo el frío morder mis dedos desnudos. El momento había pasado. La foto del niño estaba tomada, pero ya no era la que importaba. Respiré el aroma dulzón de castañas asadas y canela que flotaba en el aire, mezclado con el diésel de los autobuses rojos.

«Esta es mi vida», me recordé. «Fotografiar Londres. Ganar el concurso. Encontrar mi lugar. No fantasear con desconocidos de ojos azules que parecen salidos de un anuncio de perfume caro.»

Me alejé del bordillo, decidida a capturar la iluminación del árbol gigante de Carnaby Street. Pero una parte de mí, esa parte soñadora y terca que nunca se callaba del todo, ya había guardado esa imagen: la de un chico que parecía tan perdido en la multitud festiva como yo. Y, sin saberlo ni quererlo, ya había empezado a esperar, en algún rincón secreto de mi pecho, que nuestros caminos, por una vez, dejaran de ser paralelos.

Londres era enorme, ruidoso y deslumbrante. Y yo era solo una chica con una cámara y una bufanda mojada de nieve derretida. Pero aquella noche, por primera vez, el frío no parecía venir solo del invierno. Parecía el preludio de algo. Como ese brillo peculiar, quieto y eléctrico, que aparece en el aire justo antes de que la nieve comience a caer en serio.




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