Oliver
La pantalla de mi teléfono brillaba como un faro solitario en la oscuridad de mi habitación. Afuera, los jardines de la mansión Kensington en Belgravia estaban sumidos en un silencio caro y perfecto, recortados por la tenue luz de las farolas victorianas. Dentro, el único sonido era el tic-tac del reloj de péndulo del vestíbulo, marcando el paso de un tiempo que siempre me parecía prestado.
Estaba acostado boca arriba, con el techo abovedado perdido en las sombras y el móvil descansando sobre mi pecho. En la pantalla, abierto, estaba su perfil de Instagram: A.Hartwell_Photography. No era una cuenta pretenciosa. No había selfies pulidos ni paisajes genéricos. Era un diario visual íntimo, a veces torpe, siempre sincero. Londres a través de sus ojos: un charco reflejando luces de neón, la textura rugosa de una pared de ladrillo en Camden, las manos arrugadas de un vendedor de castañas, un pájaro posado en una farola contra un cielo plomizo. Y la gente, siempre la gente, capturada en momentos robados de autenticidad: una niña riendo con los dientes manchados de helado, un anciano leyendo el periódico en un banco, una pareja discutiendo en silencio, sus cuerpos inclinados el uno hacia el otro como combatientes exhaustos.
Era el Londres que yo nunca veía desde el asiento trasero de un coche con vidrios polarizados. Era real. Y ella, detrás del objetivo, también lo parecía.
Después de nuestro encuentro en la librería, la curiosidad se había convertido en una necesidad punzante. Necesitaba hablar con alguien que no supiera de antemano qué se esperaba que dijera. Alguien que me hubiera visto primero cubierto de vergüenza y chocolate, no de etiqueta y expectativas.
Mi pulgar se cernía sobre el botón de mensaje directo. La conversación vacía, un campo en blanco que parecía tan vasto como el jardín de mi casa. ¿Qué se le decía a una chica que componía silencios con luz? ¿A alguien cuyo refugio eran libros polvorientos y cuya armadura era una bufanda manchada?
“Lo pensarás demasiado y no enviarás nada”, resonó en mi cabeza la voz de Ethan. “Solo sé tú, mate. El tú que no deja que tu madre escoja el color de tus corbatas.”
Cerré los ojos, respiré hondo, y escribí.
22:47
Yo: Montgomery me dio su aprobación hoy. Creo que espera sobornos en forma de comida para gatos la próxima vez.
Lo envié antes de poder arrepentirme. La dejé en ‘Visto’. Pasaron dos minutos que se sintieron como una hora. Luego, los tres puntitos aparecieron. Bailaron. Se detuvieron. Volvieron a bailar. Sonreí en la oscuridad. Ella también estaba pensando demasiado.
22:50
Ella: Montgomery es un mercenario. Su lealtad se compra con atún en lata. Considera esto tu primera advertencia.
Un alivio cálido se extendió por mi pecho. Era sarcástica. No estaba asustada. O si lo estaba, lo estaba combatiendo con humor.
22:51
Yo: Anotado. ¿Estabas revisando las fotos del “compositor sonámbulo”?
22:52
Ella: Podría ser. Hay una… de un niño y un escaparate. La luz era perfecta. Pero hay algo en los bordes que… distrae.
Sabía a qué se refería. A mí. En el borde de su encuadre, desenfocado, un fantasma rubio. Mi corazón dio un vuelco extraño. Me había fotografiado. O al menos, yo estaba ahí, sin querer, en su mundo.
22:54
Yo: Lo siento por arruinar la composición.
22:55
Ella: No la arruinaste. Solo la… complicaste. La historia detrás de la foto ahora tiene chocolate derramado. No todo es malo.
Ella estaba… ¿coqueteando? ¿Conmigo? No con el Oliver Kensington, sino conmigo. Con el chico que tropezó con ella.
22:57
Yo: Entonces, el concurso. “La esencia de la Navidad londinense”. Suena épico. ¿Ya tienes la foto ganadora?
Los tres puntitos tardaron más esta vez.
23:02
Ella: No. Es lo que me quita el sueño. Quiero capturar algo que no sea solo luces y sonrisas. Algo más… verdadero. El momento justo antes de la risa, o el silencio después de la multitud. La magia que tiene miedo de mostrarse.
Leí el mensaje dos veces. Sus palabras resonaban en un lugar profundo dentro de mí, un lugar que anhelaba exactamente eso: la verdad detrás del espectáculo. La magia escondida.
Movido por un impulso que no sentía desde que era un niño y le mostraba a mi abuelo una melodía que había compuesto, escribí:
23:05
Yo: Conozco un lugar. No es un mercado navideño ni una calle iluminada. Es un viejo invernadero abandonado en los jardines de un parque. En invierno, el vidrio se empaña, las plantas silvestres se congelan en formas extrañas, y la luz de la tarde… es irreal. Como estar dentro de un diamante sucio. Nadie va allí.
Los tres puntitos se congelaron.
23:08
Ella: ¿En serio?
23:09
Yo: En serio. Podría llevarte. Mañana, antes del atardecer. Te prometo que no hay paparazzis escondidos entre los helechos congelados. Solo Ethan, mi amigo. Él hace de perro guardián. Es menos intimidante que Montgomery.
Tenía que ofrecerle una salida, un colchón de seguridad. Ethan. Un testigo. Algo que hiciera que esto no pareciera una cita, aunque yo desesperadamente quería que lo fuera.
La pausa fue larga. Tan larga que empecé a pensar que la había asustado, que mi mundo, por más que intentara esconderlo, era demasiado evidente, demasiado opresivo.
Finalmente llegó su respuesta.
23:15
Ella: El invernadero abandonado. Suena… perfecto para una foto. Y para una composición sin chocolate.