Nunca me había planteado qué lugar ocupo en el mundo, hasta que me tocó empacar mi vida en una valija.
Tenía unos 14 años cuando a mis padres les ofrecieron un traslado a España en la compañía para la que trabajaban. La idea de dejar todo lo que conocía para vivir, literalmente, en otro continente me parecía emocionante. Me pensé como Lizzie McGuire cuando viaja a Roma y la confunden con una estrella pop. Quiero decir, por supuesto que sé que nadie va a confundirme con una cantante famosa… Lo sé, en el fondo, muy en el fondo. Pero no podía evitar fantasear un poco con una gran aventura en Madrid.
Lo que realmente no pude imaginar ni en mis momentos más estrafalarios es que mis padres no iban a llevarme con ellos. Supongo que un poquito se me rompió el corazón al enterarme de que, en su lugar, me mudaría un año con la tía Lucía.
Tuvimos una larga charla en la que explicaron detallada y cuidadosamente todas las razones por las que no podían llevarme con ellos, pero durante todo ese tiempo solo pude escuchar que me dejaban atrás.
Así desmonté mi habitación poquito a poquito. Sacando los pósters de mis paredes, guardando en cajas todas las cosas que no iba a poder llevarme para donarlas. Elegir lo que sí se iba conmigo en el ómnibus fue el verdadero desafío. Cerré casi a presión mi última valija antes de dar una vuelta en busca de algo que me estuviera olvidando. Por supuesto, había cosas que tendrían que enviármelas luego por correo: mi televisor de 15 pulgadas, mi carpeta de DVDs, mi máquina de coser y, por supuesto, mis libros. Pasé mis dedos entre las estanterías arrastrando un poco de polvo con las yemas. Fue literalmente lo último que empaqué: llené cuatro cajas y las embalé para enviarlas, y a pedido de mi madre —ya que, en su opinión, eran demasiadas cosas para imponerle a mi tía— llené una quinta caja con libros para donar a la biblioteca de mi escuela. La llevé el viernes, me despedí de todos y de todo lo que conocía, y el sábado empecé mi aventura en solitario.
Mientras mis padres tomaban un vuelo en Aeroparque, yo me subía a un ómnibus y recorría diez horas de camino. Llegué a la estación de Costa Estrella donde, por primera vez en unos tres años, vi por la ventanilla a mi tía Lucía. No la recordaba muy bien, por lo menos no así. Tenía el cabello corto por los hombros, con las puntitas rizaditas hacia afuera, como en la película Hairspray. Era alta y delgada, mascaba chicle con una sonrisa en los labios y me miraba por encima de sus lentes de sol. Ella era… ¿Cómo explicarlo en una palabra? Cool, como totalmente canchera.
Sostenía una cartulina rosa que decía: “Bienvenida, Nina” y había puesto un corazón en el punto de la “i”.
Cuando bajé del ómnibus me dio un abrazo fuerte y me acarició la espalda afectuosamente.
—¡Por fin estás acá!
Me ayudó a buscar mis valijas y juntas las cargamos en su Fitito que, contra todo pronóstico, entraron las cuatro valijas en los asientos traseros.
Resulta que volvimos a la carretera casi inmediatamente.
—Mm… ¿Tía? Estamos saliendo de Costa Estrella.
La tía Lucía acomodó el espejo retrovisor mientras manejaba y me miró de soslayo.
—¿Tu mami no te dijo?
—¿Decirme qué?
—Yo no soy de Costa Estrella, vivo en otro pueblo.
¿Cómo?
—¿Y entonces por qué no fui en ómnibus hasta ese pueblo?
—Porque… no está en ningún recorrido de ómnibus.
—¿No? ¿Por qué?
—Es que es un poco pequeño, entonces no llegan.
Costa Estrella era un pueblo pequeño, pero los ómnibus llegaban. Lo pensé pero no lo dije, porque tal vez podría ofenderla por error y mamá siempre dice que si no tengo nada bueno que decir, mejor no diga nada. Me apoyé sobre la puerta del auto mirando por la ventanilla para no molestar.
La tía Lucía abrió la guantera y rebuscó con la mano sin sacar la mirada del camino. Tanteando encontró lo que buscaba y puso un cassette en el equipo del auto. Eso me sorprendió: hacía muchos años que no veía un cassette. Enseguida empezó a sonar por los parlantes un tema de Miranda que me gustaba mucho. Abrí la guantera y encontré otros tres cassettes más. Tenían escrito con fibrón nombres de cantantes, entre Carlos Baute, Axel y Britney Spears.
—No sabía que los cantantes todavía hacían cassettes.
—No hacen, pero el equipo del auto es muy viejo y, no sé, no tenía ganas de cambiarlo para los compact. Pero en realidad no me hace mucho problema: la radio funciona de 10 y si quiero escuchar música un amigo me compra los cassettes vacíos por internet y después baja la música y la pone ahí. Ni idea de cómo hace, es un genio. Lautaro se llama, trabaja conmigo en la escuela donde vas a estudiar este año. Él es algo así como técnico, arregla cualquier cosa tecnológica. Vos tenés algo, una tele que anda mal o un ventilador, y él te lo arregla enseguida. Además cobra muy barato.
La tía Lucía miraba fijamente el camino mientras hablaba súper rápido sobre cosas que se amontonaban una sobre otra sin que yo entendiera mucho. Pero no quise detenerla, suponía que todo tendría sentido dentro de poco.
La primera hora de viaje no guardaba grandes paisajes, no había más que vacas y caballos de vez en cuando. Para la segunda hora empezaba a esconderse el sol y todo se tiñó de rosa. Mi tía detuvo el auto al costado de la ruta, justo cuando entrábamos en un terreno largo y ancho de manzanos. Sacó un tupper de su mochila y me llevó a sentarme con ella sobre los troncos que formaban una valla rudimentaria para proteger los manzanos.
Nos sentamos para ver el atardecer, cómo los rayos del sol incendiaban las manzanas, que brillaban como un mar rojo. La tía abrió su tupper y me compartió un pedazo de torta de chocolate con relleno de dulce de leche. Parecía casero, muy casero. Comí en silencio disfrutando del dulzor mientras ella frotaba mi espalda afectuosamente, como si estuviera triste.
—Estoy bien, tía.
—Estuviste callada todo el viaje.
—Es que no sé qué decir.
Ella ordenó un mechón de mi cabello suelto y lo puso detrás de mi oreja.
—Tenés los ojitos tristes.
¿Ojos tristes? Yo estaba bastante bien para ser alguien que había perdido todo su mundo y se iba a quién sabe dónde con un familiar con el que no tenía relación cercana. Estaba bien… o eso creía y afirmaba hasta que el sabor dulce del chocolate se mezcló con el amargo de mis lágrimas y entendí que estaba llorando. La tía me abrazó y consoló un rato largo hasta que se puso el sol. No sé exactamente qué fue lo que le dije, pero sí hay una frase que recuerdo repetir varias veces:
—Me dejaron sola.
Y ella me respondió, por supuesto:
—No, chiquita. Ellos te aman con todo su corazón, pero era muy difícil para ellos llevarte a donde tienen que estar.
—Si me quisieran no se hubieran ido.
—Es solo un año, van a volver antes de que te des cuenta.
—Si me quisieran nunca se hubieran ido.
Esta vez mi tía no dijo nada. Supongo que, en el fondo, ella también estaba bastante molesta por las decisiones de mis padres. Aunque jamás me lo diría para cuidarme de tener sentimientos negativos por ellos.
Al rato nos volvimos a subir al auto y la melancolía de mi cara desapareció cuando leí el cartel de bienvenida del pueblo. Juro que eso tenía que ser una broma, no podía ser real.
“BIENVENIDOS A PUEBLO FELIZ!
Población: 665”
—¡¿Pueblo Feliz?! ¿Ese es el nombre del pueblo? ¿Pueblo Feliz?
A mi tía se le escapó una carcajada mientras asentía con la cabeza.
—Te juro que no es ninguna broma.
—¿Pero cómo se va a llamar Feliz? ¿Eso es siquiera legal?
—Muy legal.
Dios mío. ¿Por qué? ¿A quién se le ocurrió que sería una buena idea? Y peor aún, ella me había dicho que el pueblo era pequeño, pero 600 personas es mucho más que pequeño, es minúsculo. Ya en mi colegio de toda la vida había 300 alumnos. ¿Cómo un pueblo podía tener tan pocos habitantes?
—665 personas… Increíble.
—666 con vos ahora. Seguramente te agreguen en los próximos días.
Yo soy un número real en ese cartel que cuelga en la entrada del pueblo. Soy una persona que pronto estará contabilizada en esa tablita de madera. No puede ser. Es que esto es muy fuerte.