Nina

Capitulo 2

Pueblo Feliz.
Como llegamos ya de noche, no conseguí ver gran cosa. Pero la casa de mi tía, de esa no me perdí ni un detalle. Incluso con la pobre iluminación de las calles, pude apreciar su encanto casi mágico. Era un edificio angosto de dos pisos, una casona muy vieja con enredaderas trepando por sus paredes de ladrillos de piedra.
Por dentro era bastante más espaciosa de lo que parecía, y muy hermosa. La puerta conectaba inmediatamente con el living, un espacio abierto de paredes blancas, dos grandes ventanas con cortinas coloridas a juego con los almohadones del sillón. Justo enfrente había una mesita con un televisor, ambos espacios separados por una alfombra con varios almohadones esparcidos indiscriminadamente por el piso. Parecía tan confortable.
A un costado, lo suficientemente alejado como para que el living se uniera al comedor, había una mesa de madera angosta con cuatro sillas, todas de diferentes formas y colores. Podía parecer sin coherencia, pero encajaba perfectamente dentro de la estética improvisada de la casa.
Exploré un poco más y llegué a la cocina. Tenía las paredes revestidas con azulejos de diferentes tamaños y colores, como si estuviera hecha con los sobrantes de una fábrica.
Todo en esta casa se sentía tan… manual, como si se hubiera levantado poco a poco con los años.
—¿Te gusta la casa, corazón?

preguntó mi tía detrás de mí, siguiéndome en mi exploración.
—Es muy linda, muy… única.
Ella rió y tomó mi muñeca, guiándome hacia las escaleras.
—Vení, ¿querés ver tu cuarto?
Subí emocionada por conocer mi propio espacio. Las escaleras llegaban a un pasillo verde con cinco puertas: dos del lado derecho, dos del izquierdo y una al fondo. Ella me guió hasta la última puerta de la izquierda.
Cuando entré, quedé encantada. Era casi tan grande como mi habitación en la ciudad. La pared central tenía un lindo papel tapiz de flores, entre dos paredes pintadas de rosa bebé. La cama, de una plaza y media, estaba junto a la ventana, y del otro lado de la habitación había un armario y un baúl de madera, ambos con flores pintadas a juego.
Estaba tan conmovida. Era un espacio muy hermoso, y todo para mí. Ya podía imaginar dónde iría cada cosa. Lo único que me faltaba era un buen librero para cuando llegaran mis libros.
—Es hermoso, tía.
—¿Sí, te gustó?
—Me encanta. ¿Cómo supiste que el rosa es mi color favorito?
Ella se encogió de hombros.
—Adiviné.
De repente escuchamos una puerta abrirse. Corrimos hasta el final del pasillo y, desde arriba, podíamos ver la entrada. Se trataba de una mujer y un muchacho: ambos entraron cargando unas bolsas de tela.
—¡Ya llegamos!
Mi tía bajó las escaleras a toda prisa, mientras yo me tomé mi tiempo, dudosa. Miré al chico frente a mí, que parecía tan sorprendido de verme como yo a él.
Tenía el cabello muy lacio y castaño, cortado rectamente alrededor de la cabeza, dándole una apariencia de honguito. Usaba grandes lentes redondos que escondían sus ojos. A medida que me acercaba al final de la escalera, conseguía atrapar más detalles de él. Era delgado, bastante, aunque lo disimulaba con una camiseta y pantalones anchos.
—Hola —dije levantando la mano.
Él me miró e hizo lo mismo, con un “hola” y una sonrisa cordial.
La mujer que vino con él debía ser su madre, porque eran prácticamente iguales. No es broma. Misma cara, mismo tipo de lentes, una contextura parecida… hasta compartían el mismo corte de cabello, solo que el de ella era un poco más largo, hasta los hombros.
Ella me abrazó con mucho afecto, a pesar de que era la primera vez que nos veíamos.
—Así que vos sos Nina. Es un gusto conocerte, yo soy Marina, la mejor amiga de Lucía.
La abracé de vuelta por compromiso; en realidad no me gusta mucho que me toquen.
—Es un gusto.
Me agarró de los hombros y me dedicó una gran sonrisa.
—Qué linda que sos, ya sos toda una señorita, ¿no? ¿Cuántos años tenés, nena?
Me aturdió un poco que me hablara con tanta confianza, pero por el bien del momento me tragué mi incomodidad y le respondí con un hilo de voz.
—Catorce.
—Ay, catorce, igual que mi nene —señaló al chico de lentes, que parecía tan incómodo como yo, tal vez porque tenía en sus brazos dos pesadas bolsas en cada mano—. Este es mi hijo, se llama Dominic.
—Un gusto… Dominic.
—Lo mismo digo, Nina.
Hubo un segundo incómodo en el que no supe qué hacer, y él tampoco. Nos quedamos estáticos mirándonos. ¿Qué debía hacer para romper la incomodidad? ¿Le doy la mano o lo abrazo, como su mamá hizo conmigo? ¿Lo saludo con un beso en la mejilla? No somos ni remotamente cercanos como para que sea cómodo, pero un apretón de manos se siente un poco fuera de lugar. Aunque lo prefiero. Pero es cortesía básica saludar con un beso; si no lo hacés, hacés sentir al otro que te da asco, y ese no es el caso.
Decidí darle un beso en la mejilla.
Fue el beso más torpe de mi vida.
De alguna manera resultó incluso más incómodo que no tocarnos, pero fue mi culpa: mi incomodidad es contagiosa, casi infecciosa. Incomodo todo lo que toco.
Miré las bolsas en sus manos y me decidí a intentar quebrar el muro que creé entre nosotros con mi torpeza.
—¿Querés que te ayude?
—No, tranqui, no hace falta —dijo, y luego le habló a su mamá—: Las voy dejando en la cocina, mami.
—Dale, amor.
Y así, sin más, Dominic salió del cuadro.
Mientras tanto, tres de mis valijas seguían junto a la puerta y sentí que estorbaban, así que tomé una y la llevé a mi cuarto. La dejé sobre la cama —era la que llevaba mi acolchado y sábanas— y cuando me dispuse a salir para buscar otra, detrás de mí estaba Dominic con ambas valijas. Eso me sorprendió, pero me pareció tan amable.
—Muchas gracias.
Él agitó la cabeza con una sonrisa y dijo un “de nada” antes de meterse en la habitación que estaba justo enfrente de la mía.
Momento… ¿Ellos también viven aquí? Creí que solo estaban de visita para conocer a la sobrina citadina de la tía Lucía.
Bajé las escaleras rápidamente y busqué a mi tía, que ya estaba cocinando algo mientras charlaba con Marina.
—Tía.
—¿Sí, corazón?
Pensé en preguntarle si ellos también vivirían con nosotras, pero me pareció terrible mencionarlo frente a Marina. Y de ser así, ellos llevaban más tiempo que yo en la casa, y tal vez sonaría como un reclamo de una niña terca y mimada. Así que cerré la boca ante lo evidente.
—No, que… si necesitás ayuda para… —señalé la comida— lo que estás haciendo.
Ambas rieron y Marina dijo que yo era una ternura. Mi tía respondió entre carcajadas:
—No, corazón. Viajaste todo el día, descansá tranquila. Yo te llamo cuando esté la comida.
Me fui de vuelta a mi habitación, sintiéndome un poco nerviosa y tonta. Me derrumbé sobre el colchón pelado y tomé fuerzas. Es cierto que me dolía un poco el cuerpo por el viaje. Estaba cansada, y el colchón no era del todo de mi gusto; me resultaba un poco duro. No como el mío.
Abrí la valija y saqué un par de sábanas antes de hacer mi cama. Miré por la ventana sin cortinas y noté que daba a la calle. No me gustaba nada la idea de estar tan expuesta. Era una ventana sin barrotes; cualquiera podría treparse y entrar.
Luego recordé que estaba en un pueblo en medio de la nada, con 600 habitantes, de los que apenas tres sabían que yo estaba aquí. Eso me tranquilizó un poco. Lógicamente, en la ciudad esto sería impensado. Me costaría un poco acostumbrarme a esto… a todo esto.
Cuando abrí el armario para imaginar cómo metería toda mi ropa, noté que una de las puertas tenía un gran espejo que me reflejaba hasta las rodillas. Me alegré tanto. Nunca había tenido un espejo grande en mi habitación; en casa tenía que ir hasta el del comedor para saber si lo que tenía puesto era una buena combinación.
Revisé los cajones y me encontré con bordes rojos, como si el mueble hubiera sido repintado… y lo fue, seguramente. Por lo que podía ver, todo en la casa era reciclado. Me pareció tierno que la tía Lucía se haya tomado el tiempo de buscar todos estos muebles y pintarlos para mí.
Mientras ordenaba mi ropa, fui interrumpida por el grito:
—¡A comer!
Todos ya estaban sentados a la mesa, y como sospechaba, la silla rosa con un almohadón era mía.
Esa noche cenamos espaguetis a la boloñesa, mientras todos me hacían preguntas. Algunas más fáciles de responder que otras, sobre todo las de Marina.
—¿Estás emocionada por ir a tu nueva escuela el lunes?
Bueno, sería mentira si dijera que estoy tranquila.
—Estoy un poco nerviosa, pero espero hacer nuevos amigos.
Una respuesta un poco genérica, algo simple, que todo el mundo puede digerir. Pero por dentro estaba muerta de miedo. En mi otra escuela no tenía muchos amigos. No se me daba muy bien charlar, y no sé exactamente qué decir o qué hacer para agradarle a la gente. Normalmente solo me quedo callada. Mi mantra es ser un buen florero que apenas emite algún bocadillo cuando es necesario.
Tenía algunos amigos, no es que fuera una solitaria, pero ninguno era de verdad.
Eran de ese tipo de amistades para hacer trabajos grupales, compartir la mesa del almuerzo o tener con quién bailar en la ronda de una fiesta… pero nadie con quien abrirme de verdad.
Creo que siempre quise tener un amigo. Un mejor amigo.
Mientras yo pensaba esto, Marina le dio un ligero codazo a Dominic.
—Ay, qué linda. Domi puede presentarte a sus amigos mañana, ¿no?
Miré a Dominic y él no pareció muy de acuerdo con la idea.
—Mmm… —me miró, pensando bien su respuesta— puedo, si te interesa.
Mis otros planes del día se basaban en terminar de desempacar y mirar el techo, así que sí. Además, podría conocer un poco más del pueblo.
—Sí, eso me gustaría mucho. Gracias.



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En el texto hay: romance, recuentos de vida

Editado: 05.10.2025

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