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El rugido del motor del automóvil de alquiler fue lo único familiar mientras me alejaba del pequeño aeropuerto. El viaje hasta el pueblo era, según el mapa, de unas dos horas, pero cada minuto que pasaba me sentía más desconectada de todo lo que conocía. Los rascacielos de vidrio y acero de la ciudad se habían quedado atrás, reemplazados por campos interminables de verde, árboles que se mecían suavemente con el viento, y carreteras serpenteantes que parecían no llevar a ninguna parte.
Era difícil no sentirse un poco perdida. El paisaje, aunque hermoso, carecía de la estructura y el orden a los que estaba acostumbrada. No había edificios que sirvieran de referencia, ni tiendas de lujo en cada esquina, ni el constante murmullo de la ciudad que siempre me había acompañado. Todo era demasiado… tranquilo.
El cielo era de un azul intenso, sin rastro de los edificios altos y grises que solían ocupar mi visión. En su lugar, nubes esponjosas flotaban perezosamente, como si ni siquiera se molestaran en moverse a un ritmo acelerado. Bajé la ventanilla y dejé que el aire fresco entrara en el coche, llenando mis pulmones con un olor a tierra mojada y a hierba recién cortada, un aroma tan alejado del smog y los perfumes caros que llenaban mi oficina.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —murmuré para mí misma, apretando el volante con más fuerza de lo necesario.
No podía negar que había un encanto en la simplicidad del paisaje. Pero esa misma simplicidad era lo que me hacía sentir fuera de lugar, como si no perteneciera a este mundo de colores suaves y sonidos naturales. Mientras avanzaba, empecé a ver las primeras señales de civilización: una gasolinera antigua, una pequeña tienda de conveniencia con un cartel medio caído, y más adelante, una hilera de casas pintorescas con jardines cuidados, donde los colores de las flores parecían casi demasiado vibrantes para ser reales.
Finalmente, llegué al centro del pueblo. Frené el coche y me quedé sentada un momento, observando a mi alrededor. El lugar era tan diferente de lo que imaginaba. Era como si hubiese retrocedido en el tiempo, a una era donde todo se movía más despacio y donde la gente aún se tomaba el tiempo para disfrutar de las cosas simples de la vida.
El centro del pueblo estaba formado por un conjunto de edificios bajos, la mayoría con fachadas de madera y ventanas amplias que mostraban productos locales. Había una cafetería con un letrero pintado a mano que decía “La Parada del Viajero” y una pequeña panadería que despedía un aroma delicioso a pan recién horneado. Podía ver a algunos habitantes del pueblo caminando por las calles, charlando entre ellos o entrando a las tiendas con un aire relajado que me resultaba casi envidiable.
Salí del coche y, al hacerlo, sentí cómo el suelo bajo mis pies se movía con una suavidad que no esperaba. Estaba acostumbrada al firme concreto de la ciudad, no a la tierra que se amoldaba bajo mis zapatos de tacón alto. Cada paso que daba resonaba en mis oídos, como si el pueblo mismo estuviera escuchando mi presencia.
Caminé hasta la plaza principal, donde un grupo de niños jugaba alegremente alrededor de una fuente. Sus risas eran claras y despreocupadas, un sonido que me hizo sentir una punzada de nostalgia por algo que no lograba identificar. Pero no podía permitirme perderme en sentimientos. Tenía una misión que cumplir, un objetivo claro y no podía dejar que la tranquilidad del lugar me distrajera.
Sin embargo, el choque entre mi mundo y el suyo era inevitable. Observé mi reflejo en la ventana de una tienda cercana: una mujer impecablemente vestida, con un traje de diseñador y zapatos que valían más que lo que probablemente costaba un mes de alquiler en este pueblo. ¿Qué pensaría la gente de mí? ¿Qué tan fuera de lugar me veían?
El sonido de una campana al otro lado de la plaza interrumpió mis pensamientos. Un pequeño mercado se estaba instalando, con puestos que vendían frutas frescas, vegetales, y artesanías locales. A medida que me acercaba, los olores se intensificaron: el dulce aroma de las fresas recién cosechadas, el picante de las especias, y el leve toque salado del queso artesanal. Todo era tan… puro. Tan auténtico.
—Hola, señorita —me saludó una anciana desde detrás de un puesto de flores—. No te he visto por aquí antes. ¿Vienes de la ciudad?
Asentí, esbozando una sonrisa educada que sentí no llegaba a mis ojos.
—Sí, solo estoy de paso —respondí, aunque ambas sabíamos que mi estancia sería más prolongada.
—Espero que disfrutes de nuestro pequeño paraíso —dijo la mujer, entregándome una flor—. Aquí todo el mundo se siente como en casa, si te das la oportunidad.
Le agradecí y me alejé, apretando la flor en mi mano. Había algo en sus palabras que me hizo pensar. No estaba aquí para sentirme como en casa, estaba aquí para cumplir una misión, para demostrar mi valía. Pero ¿qué pasaba si esa misión exigía que me integrara en este mundo, aunque fuera por un tiempo?
Me dirigí al coche y me detuve un momento, observando el mercado, los habitantes del pueblo que continuaban con sus vidas sin preocuparse por el mundo exterior. La idea de que algún día todo esto podría cambiar si mi padre lograba comprar el terreno me produjo un sentimiento extraño, casi de culpa, que rápidamente deseché.
Arranqué el coche y seguí el camino hacia la granja de Mateo. Sabía que este era solo el comienzo, pero algo en el aire de este lugar me decía que las cosas no serían tan simples como había imaginado. El pueblo, con toda su tranquilidad y encanto, ya estaba empezando a desafiar mi idea de control.
Al llegar a la entrada de la granja, detuve el coche y me quedé mirando la amplia extensión de tierra que se abría ante mí. Esta era la primera vez que enfrentaba algo tan… real. No era solo un negocio, no eran solo números en una pantalla. Era tierra, era vida, y aunque me costara admitirlo, algo en mi interior comenzó a cambiar en ese preciso instante.
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Editado: 31.08.2024