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El coche se detuvo en la entrada de la granja, y lo primero que me golpeó fue la magnitud del lugar. Desde la ciudad, siempre había imaginado las granjas como pequeños espacios llenos de gallinas correteando y tal vez algunas vacas dispersas. Pero esto... esto era un paraíso en la tierra. La vasta extensión de tierra se extendía hasta donde alcanzaba la vista, bordeada por colinas suaves que parecían fundirse con el cielo azul.
Bajé del coche y mis tacones se hundieron en la suave tierra del camino. Un suspiro escapó de mis labios mientras ajustaba mi chaqueta y miraba alrededor. El aire aquí era diferente, limpio, con un toque de dulzura que me envolvía en una tranquilidad que casi me hacía olvidar por qué estaba aquí. Casi.
Los árboles frutales estaban en plena floración, y una suave brisa arrastraba el aroma de las flores hasta mí, mezclándose con el olor a tierra húmeda y hierba fresca. Los colores, vibrantes y vivos, parecían saltar a la vista: el verde profundo del césped, el blanco de las flores de manzano, y el dorado del sol que iluminaba cada rincón. Todo parecía como sacado de un sueño, uno en el que no esperaba verme envuelta.
Pero antes de que pudiera perderme completamente en la belleza del lugar, un ruido me hizo volver a la realidad. Se escuchaba un murmullo incesante, voces infantiles que se acercaban rápidamente. Me giré justo a tiempo para ver a dos pequeños torbellinos correr hacia mí, riendo y gritando.
—¡La niñera! ¡La niñera ha llegado! —gritó uno de ellos, sus rizos oscuros rebotando mientras corría.
El otro, un poco más alto pero con la misma expresión traviesa, lo seguía de cerca. Mis ojos se abrieron en sorpresa y antes de que pudiera reaccionar, los dos estaban a mi lado, tirando de mi falda con manos pequeñas y sucias.
—¡Vamos, vamos! —exclamó el primero, Tomás, según deduje. Su hermano, Sebastián, me miró con los ojos llenos de picardía.
—Papá dijo que llegaría una niñera aburrida, pero no pareces tan aburrida, —dijo Sebastián, inclinando la cabeza mientras me inspeccionaba como si fuera un nuevo juguete.
Estaba a punto de corregirlos, de decirles que no era ninguna niñera, que estaba aquí por un asunto de negocios importante, pero algo me detuvo. Tal vez era la manera en que me miraban, con esa mezcla de curiosidad y desdén que solo los niños pueden tener, o tal vez era la belleza del lugar que parecía casi mágico. Fuera lo que fuera, me encontré sonriendo, aunque fuera solo un poco.
—Bueno, no me gusta aburrir a nadie, —respondí, levantando una ceja mientras los dos gemelos intercambiaban miradas de sorpresa.
—¿De verdad? —preguntó Tomás, con una sonrisa traviesa—. Entonces, ¿jugarás con nosotros?
Antes de que pudiera responder, escuché el sonido de pasos acercándose. Levanté la vista y lo vi por primera vez. Mateo.
Él era alto, con hombros anchos y una presencia que parecía llenar todo el espacio. Su cabello oscuro estaba ligeramente despeinado, y su piel bronceada por el sol brillaba con un saludable tono dorado. Pero lo que realmente me atrapó fueron sus ojos, de un color entre marrón y verde, como el bosque que rodeaba la granja. Había algo en su mirada, una mezcla de desconfianza y curiosidad que hizo que mi corazón diera un vuelco inesperado.
—Chicos, dejen de molestar a la señorita. —Su voz era profunda, con un tono autoritario que no dejaba lugar a réplicas.
Los gemelos soltaron mi falda de inmediato y se apartaron, aunque no sin dedicarme una última mirada de complicidad. Mateo se acercó a mí con pasos medidos, deteniéndose a unos metros, como si estuviera evaluando si era amiga o enemiga.
—Perdona por el recibimiento, —dijo con una leve sonrisa, casi imperceptible—. Estos dos son un terremoto. Supongo que ya te diste cuenta.
Asentí, sin estar completamente segura de qué decir. Estaba acostumbrada a hombres que me intimidaban con su estatus o su riqueza, pero Mateo era diferente. No había arrogancia en su porte, solo una seguridad tranquila que, de alguna manera, me desarmaba.
—No te preocupes, —respondí finalmente, sintiendo que mi voz sonaba más suave de lo habitual—. Es... un lugar hermoso.
—Lo es, —admitió él, mirando a su alrededor como si viera la granja a través de mis ojos por primera vez—. Y también puede ser un desafío.
Su mirada se fijó en la mía y por un momento, el tiempo pareció detenerse. Había una corriente de energía entre nosotros, algo que no esperaba sentir, especialmente en este entorno tan alejado de mi mundo. Tragué saliva, intentando recomponerme.
—Supongo que eres la niñera, —añadió, rompiendo el momento con un tono más ligero, aunque todavía evaluador.
—Bueno... —me detuve, ¿era el momento adecuado para aclarar las cosas? Decidí que no. Había algo intrigante en dejar que me vieran como alguien común, al menos por un momento—. Algo así.
Mateo asintió, no del todo convencido pero sin presionar más. Algo me decía que no se dejaba engañar fácilmente. Los gemelos, que habían estado escuchando a una distancia segura, volvieron a acercarse, más tranquilos pero con la misma curiosidad.
—Papá, ¿podemos enseñarle los caballos? —preguntó Sebastián, mirando a su padre con ojos suplicantes.
—Si la señorita quiere, —respondió Mateo, volviendo su mirada hacia mí.
Los caballos... no estaba segura de querer acercarme a esos animales tan grandes y, a mi parecer, impredecibles. Pero cuando vi los ojos de los gemelos, llenos de esperanza y emoción, algo en mí se ablandó.
—Claro, ¿por qué no? —dije, sorprendida por mi propia respuesta.
Los niños estallaron en gritos de alegría y salieron corriendo hacia el establo, dejándome a solas con Mateo por un momento más.
—Es raro ver a alguien como tú por aquí, —dijo él, con la voz teñida de una mezcla de curiosidad y desafío—. No parece tu tipo de lugar.
—Supongo que no lo es, —admití, sin querer dar más detalles—. Pero tal vez pueda acostumbrarme.
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Editado: 31.08.2024