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El sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte cuando salí al porche, la taza de café caliente entre mis manos. El aire fresco de la mañana me envolvía, llenándome de una calma que solo este lugar podía ofrecerme. La granja, con sus campos extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, siempre había sido mi refugio, el único lugar donde podía encontrar un poco de paz en medio del caos de la vida.
Sin embargo, esta mañana, esa paz parecía lejana. Había algo en el ambiente, algo que no podía identificar, pero que me mantenía en alerta. Desde que Valeria había llegado, esa sensación no me dejaba. Algo en ella me resultaba... extraño. No era solo el hecho de que había aceptado tan fácilmente hacerse cargo de los gemelos, lo cual de por sí era sospechoso, sino que había algo más. Algo que no podía definir con claridad, pero que me tenía inquieto.
Valeria. Desde el primer momento en que la vi, supe que era diferente. La forma en que se movía, la seguridad en su mirada, esa postura orgullosa que mantenía incluso en medio de las travesuras de los niños. No era como las otras niñeras, eso era seguro. Había algo en ella que me atraía y, al mismo tiempo, me hacía desconfiar.
Le di un sorbo al café, dejando que el calor me calmara un poco, pero la tensión en mi pecho no desaparecía. Traté de ignorar esos pensamientos, centrarme en lo que tenía que hacer en la granja ese día, pero cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro. Sus ojos me miraban con una mezcla de desafío y algo más, algo que me descolocaba.
Los gemelos salieron corriendo de la casa, sus risas llenando el aire. Los vi desde el porche, persiguiéndose entre ellos con esa energía inagotable que parecía fluir de manera constante. A pesar de mí mismo, una sonrisa se formó en mis labios. Nunca había sido fácil cuidar de ellos, especialmente después de lo que había pasado con su madre. Pero Valeria había logrado algo que nadie más había podido: capturar su atención, mantenerlos ocupados. Sin embargo, en el fondo, seguía sin estar seguro de quién era realmente esta mujer.
Me encontré a mí mismo observándola más de lo que debería. Estaba en la cocina, hablando con mi hermana Clara. Las dos parecían llevarse bien, lo cual era extraño, porque Clara no solía encariñarse tan rápido con la gente nueva. La risa de Valeria resonó en el aire, y noté cómo mi hermana la miraba con admiración. Quizás había algo en ella que yo no alcanzaba a ver, o quizás simplemente no quería verlo.
Decidí salir a trabajar, necesitaba distraerme, perderme en la rutina de la granja para despejar mi mente. Pero a cada paso que daba, no podía dejar de pensar en Valeria. Había algo en ella que me atraía de una manera que no lograba comprender. Era como si cada vez que estaba cerca de ella, mi cuerpo reaccionara de una manera que no podía controlar. Me irritaba pensar que alguien pudiera tener ese efecto en mí.
Mientras revisaba la cerca del campo norte, la vi salir de la casa con los gemelos, quienes seguían a su lado como si fueran sus sombras. A la distancia, parecía completamente a gusto, como si siempre hubiera pertenecido a este lugar. Pero yo sabía que no era así. Valeria venía de un mundo completamente diferente, un mundo de trajes y oficinas, no de granjas y tierra. Y sin embargo, allí estaba, caminando por mi terreno como si fuera suyo.
El día avanzaba, y con cada momento que pasaba, la tensión entre nosotros se hacía más palpable. No era solo una atracción física, aunque no podía negar que me sentía atraído por ella de una manera que hacía tiempo no sentía por nadie. Era algo más, una especie de juego de poder, de desafío silencioso que nos mantenía a ambos en guardia. Valeria no era una mujer que se dejara intimidar, y eso me irritaba y me fascinaba al mismo tiempo.
Finalmente, al atardecer, cuando los gemelos por fin se habían calmado después de una larga jornada de travesuras, me acerqué a ella. Estaba en el porche, observando el cielo que comenzaba a teñirse de naranja y rosa. Me detuve a su lado, las manos en los bolsillos, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Es un lugar hermoso, ¿verdad? —dije, rompiendo el silencio.
Ella asintió, sin mirarme. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, como si estuviera pensando en algo muy lejano. —Sí, lo es. No puedo negar que hay algo en este lugar... que te hace sentir en paz.
—Eso pensé cuando lo vi por primera vez, —comenté, recordando el momento en que decidí comprar la granja. Había sido una decisión impulsiva, pero una de las mejores que había tomado en mi vida.
Valeria finalmente giró la cabeza para mirarme. Sus ojos oscuros reflejaban la luz del atardecer, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. Había algo en su mirada que me desconcertaba, como si intentara leerme, entenderme de una manera que nadie había hecho antes.
—¿Qué te trae aquí, Valeria? —pregunté, dejando que la pregunta se deslizara entre nosotros. Era una pregunta simple, pero la forma en que la formulé llevaba consigo muchas otras preguntas, muchas otras dudas.
Ella me miró fijamente, su expresión impasible. —Creo que no es una pregunta tan fácil de responder.
Nos quedamos en silencio, la tensión entre nosotros creciendo con cada segundo que pasaba. Podía sentir mi corazón acelerarse, pero me obligué a mantener la calma, a no dejarme llevar por la atracción que sentía. No podía confiar en ella, no completamente. Y sin embargo, aquí estaba, parado a su lado, deseando saber más, deseando entender lo que pasaba por su mente.
—No soy una persona fácil, Mateo, —dijo finalmente, su voz baja pero firme—. Pero tampoco estoy aquí para causarte problemas.
—No es lo que parece, —respondí, mis palabras saliendo más bruscas de lo que pretendía.
Ella sonrió, una sonrisa que no alcanzó a sus ojos, pero que me dejó con más preguntas que respuestas. —Quizás, —fue todo lo que dijo antes de girarse y entrar a la casa, dejándome solo en el porche, con mis pensamientos y la creciente sensación de que, con Valeria, nada sería sencillo.
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Editado: 31.08.2024