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Diez años después
El sol de la tarde volvía a teñir la granja con su luz dorada, pero el paisaje, aunque igual de hermoso, ya no era el mismo de antes. Los árboles habían crecido, las flores del jardín formaban un mar de colores vibrantes y los campos, antes llenos de esfuerzo, ahora parecían testigos de todo lo que habíamos construido. La vida había seguido su curso, y con ella, nosotros.
Mateo estaba sentado en el porche, su cabello mostraba ligeras canas en las sienes, pero sus ojos seguían brillando con la misma intensidad que la primera vez que me dijo que aquí, en este lugar, estaba nuestro hogar. Me acerqué con una bandeja de limonada fresca y, al verlo, sentí ese amor profundo que no hacía más que crecer con los años.
—¿Te das cuenta? —me dijo mientras observaba el horizonte—. Han pasado diez años, Valeria, y aún siento que todo esto es un sueño.
Sonreí, porque en el fondo yo también lo sentía. Habíamos superado tantas pruebas, habíamos aprendido a convivir con lo impredecible de la vida, y al final siempre encontrábamos motivos para agradecer.
El sonido de risas interrumpió nuestro silencio. Tomás y Sebastián corrían por el patio, ya no eran los niños traviesos cubiertos de harina, sino adolescentes altos, con las voces cambiadas y los gestos cada vez más parecidos a los de Mateo. Sin embargo, su espíritu juguetón seguía intacto.
—¡Mamá! —gritó Sebastián, levantando un balón de fútbol en el aire—. ¿Vienes a vernos jugar? ¡Prometiste que hoy ibas a ser nuestra porrista oficial!
Reí, negando con la cabeza.
—¡Lo prometí, y lo cumpliré! Pero cuidado con las ventanas del establo, ¿entendido?
Ellos intercambiaron una mirada cómplice que me recordó demasiado a su niñez. Sabía que, a pesar de las advertencias, terminarían inventando alguna travesura.
Y entonces, una vocecita clara, más dulce que la brisa misma, salió desde la cocina.
—¡Espérenme! ¡Yo también quiero jugar!
De la puerta apareció corriendo nuestra pequeña: Luz, de ocho años, con sus trenzas desordenadas y los ojos grandes que brillaban como estrellas. Desde que llegó a nuestras vidas, había iluminado cada rincón de la casa, y no era casualidad que Mateo la hubiera llamado así: su “luz de los ojos”.
Ella corría detrás de sus hermanos, y aunque era la menor, siempre encontraba la manera de hacerse escuchar. Los gemelos la adoraban. La cuidaban, la protegían y, al mismo tiempo, la dejaban ser parte de todo. Era como si hubiera llegado a completar la familia que tanto habíamos soñado.
Mateo la observaba con orgullo, y yo también. Habíamos aprendido que la felicidad estaba en los detalles: en ver a nuestros hijos crecer, en escuchar sus risas, en saber que tenían un lugar seguro donde ser ellos mismos.
—Mira cómo crece —susurró Mateo, tomando mi mano—. A veces pienso que el tiempo corre demasiado rápido.
—Lo sé —respondí, apoyando mi cabeza en su hombro—. Pero también pienso que hemos sabido aprovecharlo. Cada día, cada instante, lo hemos vivido juntos.
El partido improvisado comenzó en el patio. Tomás, que siempre había sido el más competitivo, se encargaba de dirigir a Sebastián, mientras Luz, con sus pequeños pasos y su entusiasmo desbordante, corría detrás de la pelota como si el mundo dependiera de ello. Sus risas llenaban la tarde, y yo sentí una gratitud inmensa.
Mientras tanto, pensé en todo lo que habíamos recorrido. Las noches de desvelo cuando los gemelos eran pequeños, los miedos de Mateo de no ser suficiente, mis propios temores de no estar a la altura, y cómo Luz llegó como un regalo inesperado, trayendo consigo una nueva etapa en nuestras vidas.
Recordé la primera vez que la sostuve en mis brazos. Era tan pequeña, tan frágil, y al mismo tiempo tan llena de vida. Mateo lloró como nunca lo había visto llorar, y yo supe, en ese instante, que nuestro hogar estaba completo.
La tarde avanzaba y los gemelos, sudorosos pero felices, se dejaron caer en el césped, mientras Luz, riendo a carcajadas, se tiraba encima de ellos, exigiendo que la dejaran ganar. Me acerqué con una manta y los cubrí a todos, porque aunque habían crecido, para mí siempre serían mis pequeños.
Mateo me rodeó con el brazo y juntos observamos la escena. El cielo comenzaba a teñirse de tonos rosados y anaranjados, y yo pensé que no necesitaba nada más en la vida. Tenía a mi familia, tenía amor, tenía un hogar.
—¿Sabes algo? —me dijo Mateo, mirándome a los ojos—. Si pudiera volver atrás, volvería a elegir cada instante, incluso los más duros, solo para estar aquí, contigo y con ellos.
Sentí un nudo en la garganta. Lo abracé, apoyando mi frente en la suya.
—Y yo también, Mateo. Porque todo nos trajo a este momento.
Los gemelos levantaron la voz desde el césped.
—¡Eh, ustedes dos! ¡Dejen de ponerse románticos y vengan a jugar con nosotros!
Luz corrió hacia nosotros y me tomó de la mano.
—¡Mamá, papá, vengan! ¡La familia juega unida!
Mateo y yo nos miramos, y sin pensarlo dos veces, corrimos al campo improvisado, uniéndonos a la algarabía. Entre risas, empujones suaves y abrazos, comprendí que, aunque el tiempo pasara, lo esencial permanecía: éramos una familia, y eso era eterno.
Cuando el sol terminó de ocultarse y las primeras estrellas aparecieron en el cielo, regresamos todos al porche. Encendimos las luces cálidas de la casa y compartimos una cena sencilla, con pan recién horneado y leche fresca. Los gemelos bromeaban entre sí, Luz contaba historias inventadas, y Mateo y yo nos mirábamos en silencio, con la certeza de que habíamos construido algo hermoso, algo que perduraría más allá de nosotros.
Esa noche, al acostar a Luz y desearle dulces sueños, ella me miró con sus grandes ojos brillantes y me dijo:
—Mamá, ¿sabes qué? Cuando sea grande quiero una familia como la nuestra.
Las lágrimas me llenaron los ojos. La abracé con fuerza y le susurré:
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Editado: 16.09.2025