Niñera por accidente

Huevo de otoño 3

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El amanecer de aquel día se sentía distinto, como si la misma granja hubiera decidido vestirse de fiesta para recordarnos que hoy no era un día cualquiera. El aire olía a pan recién horneado —seguramente conspiración de los gemelos con la ayuda de Mateo—, y el canto de los pájaros se colaba por la ventana con un entusiasmo que me arrancó una sonrisa antes de abrir los ojos por completo.

Habían pasado ya diez años desde aquel primer beso bajo el roble, diez años desde que decidimos dejar atrás el miedo y entregarnos a lo que sentíamos. Y hoy, al mirarme en el espejo mientras acomodaba mi cabello, pensé en todo lo que había ocurrido en ese tiempo: las lágrimas, las reconciliaciones, los desafíos, los logros y, sobre todo, la vida que habíamos construido.

—¡Mamá! —gritó Luz desde el pasillo, su vocecita de ocho años vibrando de emoción—. ¡No salgas todavía! ¡Es sorpresa!

Reí entre dientes, obediente, como si realmente no hubiera sospechado nada. Luz era incapaz de guardar un secreto por más de cinco minutos, así que yo ya sabía que algo grande estaban tramando.

Me quedé sentada en la cama unos minutos más, recordando. Recordando cómo era mi vida antes de Mateo, antes de la granja, antes de los gemelos. Una vida marcada por dudas, por huir de lo que sentía, por creer que no era suficiente. Y ahora… ahora tenía todo lo que un día pensé inalcanzable.

El sonido de pasos apresurados interrumpió mi reflexión, seguido de un portazo y las carcajadas de Tomás y Sebastián. Aunque ya tenían dieciséis años, seguían siendo los mismos traviesos de siempre, capaces de transformar cualquier ocasión en un espectáculo.

—¡Ya está todo listo! —exclamó Tomás desde la sala.

—Pero que no salga todavía —añadió Sebastián—. Papá, ¿seguro que esto va a funcionar?

No escuché la respuesta de Mateo, pero pude imaginar su sonrisa paciente. Esa sonrisa que me acompañaba cada día y que me había dado fuerzas incluso en los momentos más oscuros.

Finalmente, después de varios minutos de espera, Luz entró corriendo a mi habitación. Llevaba un vestido blanco que seguro había escogido con ayuda de sus hermanos, y en sus manos sostenía una corona de flores mal tejida pero hermosa.

—Mamá —dijo, con ojos brillantes—, hoy eres una reina.

Me arrodillé frente a ella, dejando que colocara la corona sobre mi cabeza. Mi corazón se desbordó de ternura al ver su orgullo, su alegría pura.

—¿Lista? —preguntó con emoción.

—Lista —respondí, tomando su mano.

Caminamos juntas hasta la sala, y lo que encontré me dejó sin palabras. La mesa estaba adornada con manteles bordados, velas encendidas y un enorme ramo de girasoles en el centro. Sobre la pared, colgaba un cartel hecho a mano que decía: “Feliz Aniversario, mamá y papá. Gracias por enseñarnos lo que es el amor”.

Mateo me esperaba de pie junto a la mesa. Llevaba una camisa blanca arremangada, sencilla pero perfecta, y en sus manos sostenía una cajita envuelta en papel dorado. Cuando nuestras miradas se encontraron, sentí ese mismo vuelco en el corazón que había sentido la primera vez que lo vi bajar la escalera hace tantos años.

—Feliz aniversario, Valeria —dijo con voz baja, pero llena de emoción.

Me acerqué a él, con lágrimas ya asomando en mis ojos. Antes de poder responder, los gemelos irrumpieron en escena con una torta enorme, decorada torpemente con crema y fresas.

—¡Sorpresa! —gritaron al unísono.

—Hicimos esto para ustedes —añadió Tomás, con el rostro manchado de harina.

—Bueno, casi todo lo hicimos nosotros —corrigió Sebastián, mirando de reojo a Mateo.

No pude evitar reír. Aquellos niños que un día me miraban con recelo ahora eran mis cómplices, mis hijos, mi vida entera.

Nos sentamos alrededor de la mesa, compartiendo la comida que entre todos habían preparado. Cada bocado estaba impregnado de amor, incluso con sus pequeños errores culinarios. Luz no paraba de hablar, contando cómo había ayudado a decorar, mientras los gemelos se lanzaban pullas uno al otro, compitiendo por quién había hecho más.

En medio de la algarabía, Mateo tomó mi mano bajo la mesa. Su gesto silencioso me ancló, me recordó que aunque el mundo girara a nuestro alrededor, lo más importante siempre sería ese vínculo invisible entre nosotros dos.

—Tengo algo para ti —susurró, entregándome la cajita dorada.

La abrí con cuidado, y dentro encontré un colgante en forma de corazón. Al abrirlo, descubrí tres diminutas fotos: una de los gemelos cuando eran pequeños, otra de Luz recién nacida, y una tercera de nosotros dos bajo el viejo roble.

—Para que nunca olvides de dónde venimos —dijo Mateo—, ni todo lo que hemos construido juntos.

Las lágrimas corrieron sin que pudiera detenerlas. Lo abracé con fuerza, agradecida no solo por el regalo, sino por todo lo que representaba.

Después de la comida, los gemelos organizaron una especie de “ceremonia” improvisada bajo el roble. Habían colocado luces alrededor, y Luz llevaba en sus manos una cesta de pétalos que lanzaba al aire con cada paso.

—Queremos renovar sus votos —anunció Tomás, tratando de sonar solemne.

—Sí —añadió Sebastián—, porque ustedes son el ejemplo de que el amor verdadero existe.

Mateo y yo nos miramos con ternura. No necesitábamos palabras; ya lo sabíamos. Pero seguir el juego de los chicos fue aún más especial. Tomamos nuestras manos y, frente a ellos, pronunciamos promesas que habían madurado con el tiempo.

—Prometo seguir eligiéndote cada día —dijo Mateo—, incluso cuando la vida sea difícil, incluso cuando me falten fuerzas. Porque tú eres mi hogar.

Mi voz tembló al responder:

—Prometo amarte en lo simple y en lo complejo, en lo cotidiano y en lo extraordinario. Prometo reír contigo, llorar contigo y caminar siempre a tu lado.

Los aplausos de los gemelos y las risas de Luz llenaron el aire, convirtiendo ese instante en uno de los más hermosos de mi vida.




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