El primer pensamiento que cruzó mi mente al abrir los ojos fue: “Dios mío, ¿quién demonios encendió el sol dentro de mi cráneo?”.
La cabeza me palpitaba con una furia casi titánica, como si un ejército de tambores se hubiera instalado detrás de mis ojos. Lo segundo fue el olor que percibía en el aire; una mezcla entre perfume masculino, alcohol seco y… ¿pasta dental de menta fuerte?
Parpadeé, intentando enfocar a mi alrededor: sábanas blancas, luz filtrándose por una ventana enorme, una habitación que claramente no era la mía y... un brazo masculino descansando sobre mi cintura.
—No… no, no, no —murmuré entre dientes, tratando de no entrar en pánico.
Me quedé completamente inmóvil, como si moverme pudiera hacer aparecer una cámara oculta o una avalancha de explicaciones que no estaba preparada para escuchar.
Recordaba vagamente lo que había pasado la noche anterior: un pero de tragos, la música, mis amigas gritando “¡por el maldito infiel!” y a mí brindando con una copa de tequila número… ¿cinco? ¿Siete? Luego nada. Un vacío negro, un parpadeo, y ahora… esto.
El brazo sobre mí se movió apenas. Era fuerte, moreno, con venas marcadas y una pulsera de cuero oscuro en la muñeca. No quise girar, ni siquiera respiré con normalidad. Solo quería desaparecer de ese lugar.
—Tranquila, Indira. Todo está bien —susurré—. Esto no puede ser tan malo…
Hasta que bajé la mirada.
No tenía ropa. Bueno, tenía algo: la camisa de un hombre que me llegaba a medio muslo y olía sospechosamente bien.
Cerré los ojos con fuerza, a solo un segundo de entrar en pánico.
«Perfecto, engañada y ahora protagonista de un cliché de película barata».
Tragué saliva y, con movimientos quirúrgicos, levanté el brazo del desconocido. Su respiración era lenta, profunda. Estaba de espaldas a mí, desnudo hasta la cintura, y el sol iluminaba una piel dorada, musculosa y demasiado atractiva para ser producto de mi mala suerte.
Me quedé congelada cuando vi una marca. Una cicatriz, fina pero alargada, cruzaba su espalda a la altura del omóplato izquierdo. No era fea, pero tenía algo… intrigante. Como si escondiera una historia tras ella. Me descubrí mirándola más de lo que debería, hasta que mi cerebro gritó: ¡huye, carajo!
Busqué mis cosas en silencio. Encontré mi falda en una lámpara —¿por qué, universo?—, mis tacones bajo el sofá y mi bolso abierto sobre el piso con el contenido regado. Un calcetín, un recibo, un condón sin usar (bueno, al menos uno).
El tipo se movió un poco y solté un chillido ahogado. Me quedé paralizada otra vez, deseando que no se despertara ni mucho menos intentara tener una conversación conmigo. No estaba para eso, en realidad, quería morirme. De todo lo que pude hacer la noche anterior, esto no aceptable. Yo solo quería olvidar al desgraciado infiel, no tener una noche con un desconocido...
El desconocido solo murmuró algo ininteligible y se giró apenas, pero no lo suficiente para mostrar su rostro.
Era mi oportunidad para irme y olvidar este mal sueño. Si no lo recordaba, no había pasado, así de simple. Así que tomé mi ropa, me metí en el baño y me vestí a la velocidad de un rayo, pensando en cómo había terminado en esta situación, pero no recordaba nada. Ni su nombre, ni cómo llegué allí, ni siquiera qué tan “bien” la había pasado.
Me miré al espejo, tenía el maquillaje corrido, cabello hecho un nido de pájaros y la marca roja de un chapetón en mi cuello que seguro tardaría días en desaparecer.
—Muy bien, Indira —murmuré, a punto de echarme a llorar—. Te luciste, aplausos para ti.
El baño olía a jabón caro y madera. En el lavamanos había un reloj masculino, una colonia elegante y una toalla doblada con precisión militar. Eso, sumado a la vista del apartamento —minimalista, amplio, con ventanales gigantes—, me decía que el tipo no era precisamente un estudiante universitario. Todo exudaba lujo y dinero.
Traté de ordenar mis recuerdos mientras trataba de arreglar el desastre que era mi cabello. Hbía salido con mis amigas a celebrar mi recién adquirida soltería —porque decir “a llorar mi ruptura” suena menos doloroso—. Mi ex, Matías, había decidido que después de tres años de relación necesitaba “espacio”.
Traducción: se había enamorado de su entrenadora del gimnasio y me había puesto los cuernos con ella.
—Y tú, Indira, como buena idiota, decidiste ahogar la pena en tequila —me recriminé en voz alta, mientras intentaba domar mi cabello con los dedos—. Joder, cómo es posible que no recuerdes nada.
Me terminé de arreglar a toda prisa y salí del baño de puntillas. El tipo seguía dormido, de espaldas, y por un momento consideré despertarlo solo para decirle “gracias por la noche, pero no gracias porque no recuerdo un carajo". Pero no, no podía con la vergüenza.
Esto era un secreto que me llevaría a la tumba. Nadie tenía por qué enterarse que me había enrollado con un desconocido mientras ahogaba las penas en alcohol.
Caminé hacia la puerta tratando de no hacer ruido. Mi corazón latía como si hubiera robado algo. Justo antes de salir, volví a mirar la cama y fruncí el ceño al no recordar el rostro del hombre, solo esa cicatriz seguía visible, como una firma silenciosa de lo que nunca iba a recordar.
—Adiós, misterioso hombre sin rostro —susurré, y antes de que despertara, salí, cerrando la puerta tras de mí.
El aire de Manhattan me golpeó con fuerza. Era temprano, pero el tráfico ya rugía y los taxis pitaban como si compitieran por el premio al más impaciente. Caminé en tacones tambaleantes, intentando parecer sobria ante un grupo de turistas que me miraban como si fuera parte del espectáculo urbano, pero desde luego que solo era un desastre de lo que había sido una noche bastante movidita.
Mi bolso vibró y me apresuré a sacar mi teléfono. Era un mensaje de mi amiga Sofía.
Sof: “¿Llegaste bien? Te perdiste anoche, mujer, fue épico”.