El reloj marcaba apenas las diez de la mañana y yo ya sentía que había sobrevivido a tres guerras mundiales, dos catástrofes naturales y una sesión de spinning completa y sin descanso. Mi cuerpo dolía como si un camión me hubiera pasado por encima.
—Indira, ¿me puedes traer los informes de marketing? —la voz de mi jefe me atravesó como una lanza.
Ese hombre no hablaba, ladraba órdenes. Alto, imponente, muy atractivo, musculoso y vestido en traje hecho a la medida, me sacaba de quicio con su humor de perros. Yo, en cambio, parecía haber salido de una pelea con mi cama y haber perdido.
—Claro, un segundo… —dije, aunque el informe aún estaba a medio imprimir y mi impresora acababa de declarar su independencia.
Mientras presionaba los botones con la esperanza de que funcionara, un mareo me golpeó de pronto. Todo dio una ligera vuelta y tuve que apoyarme en la mesa para no caer.
—Vamos, Indira, no te mueras, aún no has cobrado —me dije entre dientes.
El olor del café de la sala contigua me llegó como una bofetada. Antes era mi perfume favorito y tuve que dejar de usarlo porque no lo soportaba. Ahora, cada vez que lo olía, me daban ganas de vomitar el alma, literalmente.
Corrí al baño como si me persiguiera la vergüenza misma y me quedé allí, apoyada en el lavabo, jadeando y con la frente pegada al espejo frío.
—Perfecto, Indira. Primero te deja tu ex, luego te acuestas con un desconocido y ahora te conviertes en la versión humana del vómito de El exorcista. Maravilloso —murmuré con ironía.
Apreté los labios, me enjuagué la boca y volví al trabajo como si nada. En mi escritorio, Sofía me esperaba con una sonrisa sospechosamente traviesa.
—Tienes cara de funeral. ¿Otra noche sin dormir o es que sigues pensando en “el hombre sexi sin rostro”?
Rodé los ojos.
—Te juro que si vuelves a mencionar al hombre sin rostro, te lanzo mi grapadora.
—Vamos, Indi, ya pasó más de un mes. No puedes seguir traumada. Seguro fue un tipo normal, con nombre y apellido. Quizás hasta te dio el mejor de los...
—¿Y crees que me acuerdo? —la corté—. Apenas recuerdo mi nombre después de esas copas de tequila.
Sofía soltó una risa melodiosa, esa que solo ella podía tener en medio del caos.
—Bueno, al menos no saliste en las noticias. Pequeña victoria.
Intenté reír, pero un nuevo mareo me obligó a sentarme. Sofía me miró con el ceño fruncido.
—Estás pálida. ¿Comiste algo?
—Un café y una galleta de avena.
—Eso no es comida, mujer. Te vas a desmayar —dijo, cruzando los brazos.
Como si lo hubiera invocado, mi jefe apareció de la nada, con esa mirada de halcón que haría temblar a cualquiera.
—Indira, mi despacho. Ahora.
Oh no.
Entré, tragando saliva. Su oficina olía a jazmín y éxito. En mi pequeño cubículo, a desesperación y papel atascado en la impresora.
—¿Todo bien? —preguntó, alzando una ceja.
—Sí, claro —mentí—. Un poco cansada, nada más.
—Pareces un zombi con ojeras. No estás rindiendo igual. Y francamente, no puedo tener a alguien descompuesto en mi equipo. Ve a la cafetería, come algo decente y toma aire. No quiero verte aquí por la próxima hora.
—Pero yo...
—No es una sugerencia, Indira —dijo, con esa voz que congelaba la sangre—. Es una orden.
Asentí y salí lo más rápido posible antes de que su mal humor fuera en aumento y yo su nuevo blanco.
En la cafetería, el menú del día me pareció una lista de torturas. Solo leer “pollo al curry” me revolvió el estómago. Terminé pidiendo una soda y unas galletas saladas, rezando para no ver mi desayuno salir de nuevo.
Sofía se sentó frente a mí, observándome con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—No es normal que te den asco los olores. Ni que tengas sueño todo el día.
—Debe ser estrés. O anemia. O una maldición gitana, no sé.
—O estás embarazada —soltó, sonriendo como quien suelta una bomba y espera el desastre.
—¿Qué? —solté una carcajada nerviosa—. ¿Embarazada? Sofía, por favor, no bromees con eso.
—Tranquila, solo era un chiste. Pero en serio, te estás desmayando, no comes, te huele mal todo…
Me reí de nuevo, más fuerte de lo que debía. Pero la risa me salió forzada, temblorosa. Hasta que, de repente, dejé de reír.
El silencio que se instaló, fue incómodo. Sofía me miró, extrañada.
—Indira… era una broma.
—Sí, sí, lo sé —respondí, intentando mantener la sonrisa. Pero mis manos empezaron a sudar.
Los recuerdos de esa noche volvieron como flashes desordenados: el tequila, las luces, la risa, una mano masculina, una voz grave que decía mi nombre… y la maldita cicatriz en su espalda.
—No puede ser… —susurré.
—¿Qué dijiste?
—Nada, nada. Necesito aire.
Corrí al baño otra vez, cerré la puerta y me apoyé contra el lavabo. Me observé en el espejo. Pálida. Ojerosa. Confundida.
No podía estar embarazada. No, no, no. Eso sería el colmo del universo riéndose en mi cara.
Pero el pánico se apoderó de mí con la misma rapidez con la que el mareo regresó.
Esa tarde, en cuanto salí de la oficina, me dirigí a la farmacia más cercana y compré un arsenal de pruebas de embarazo. Diez, para ser exacta. Si iba a tener un infarto, al menos quería pruebas suficientes para justificarlo.
La cajera me miró como si fuera la protagonista de una telenovela.
—¿Las quiere con bolsa o así está bien? —preguntó con una sonrisa que claramente ocultaba un “pobrecita, metió la pata hasta el fondo”.
—Con bolsa. Negra, si tiene —respondí con dignidad fingida.
Llegué a mi apartamento, tiré la bolsa sobre el sofá y me quedé mirándola como si fuera una bomba.
—Vamos, Indira. Solo hazlo. No puede ser positivo. No puede —me convencí en voz alta, aunque la voz me temblaba.
Minutos después, estaba rodeada de palitos de plástico alineados en el borde del lavamanos como si fueran soldados a punto de dictar sentencia.