Desperté con los ojos hinchados, la cara pegada a la almohada y una sensación en el estómago que no sabía si era hambre, náusea o miedo existencial.
Dormir no me había servido de nada. Seguía siendo la misma mujer en crisis, con diez pruebas de embarazo positivas y una vida que se caía a pedazos.
Me levanté aún cuando no quería, me di una ducha con agua tibia y luego de arreglar lo mejor que pude el desastre andante que era, salí rumbo al médico con el corazón en la garganta. Le había dicho a Sofía que estaría bien quedándome sola procesando toda esta noticia, pero en ese momento deseé que estuviera ahí conmigo.
Cada paso hacia el consultorio era como caminar hacia el cadalso. La enfermera detrás del recibidor me miró con una sonrisa profesional.
—¿Motivo de la consulta?
La verdad era larga, caótica y daba para una telenovela completa, pero resumí con un susurro:
—Posible embarazo.
Me hizo llenar un formulario eterno que parecía diseñado para torturar a mujeres confundidas. Luego me mandó al laboratorio con un frasquito en la mano.
Cuando entregué la muestra, me senté en una silla de plástico, con las piernas temblando y el alma hecha puré.
Treinta minutos después, la doctora me llamó. Era una mujer de rostro amable, pero su tono era demasiado neutro. Eso nunca era buena señal.
—Indira, los resultados confirman un embarazo de cinco semanas aproximadamente —dijo con voz serena, como si acabara de anunciarme el clima.
Mi cerebro se congeló.
—¿Cinco semanas?
—Sí. Felicitaciones.
“Felicitaciones”. Qué palabra tan ridícula en ese momento.
Yo no me sentía ni un poco feliz. Ni celebrando. Ni humana, casi.
Asentí, fingiendo compostura, pero apenas salí del consultorio, las lágrimas me traicionaron. Me senté en una banca del pasillo y lloré con esa mezcla de tristeza y pánico que deja sin aire.
Cinco semanas.
Cinco malditas semanas.
Lo que significaba que… podía ser de Matías o del desconocido sin rostro.
Mi mente volvió a esa noche como un mal flashback de película barata: luces, música, tequila, la voz grave, la cicatriz en su espalda. Esa cicatriz maldita que no podía sacarme de la cabeza.
Me tapé la cara con las manos. No podía decírselo a nadie más, ni siquiera a mi jefe porque ese hombre me echaría a patadas.
Salí del centro médico con los ojos hinchados, las piernas flojas y la determinación de sobrevivir al día sin colapsar emocionalmente. Pero claro, el universo no me da tregua ni medio segundo.
Apenas entré a la oficina, Adriel estaba esperándome en la puerta, con el ceño fruncido y esa mirada de general que parece evaluar si mereces existir.
—Necesito hablar contigo —dijo, sin siquiera saludar.
Perfecto, lo que me faltaba.
—Claro, señor —respondí, intentando sonar funcional.
—En mi oficina.
Lo seguí, intentando no tambalearme ni vomitar por los nervios. Al cerrar la puerta, me miró fijamente.
—¿Estás bien? —preguntó.
Mentí sin pensarlo.
—Sí, perfectamente.
Sus ojos parecían no creerme, pero no insistió. En cambio, respiró hondo y cambió de tono.
—Necesito pedirte un favor.
¿Un favor? ¿De él? Eso sí era nuevo.
—Dígame —dije con cautela.
—Mi niñera renunció esta mañana —explicó, cruzando los brazos—. Tengo un viaje de negocios urgente que durará tres días, y no puedo llevar a mi hija.
Lo miré, sin entender del todo hacia dónde iba eso.
—¿Y…?
—Necesito que la cuides —dijo, con total naturalidad.
Parpadeé varias veces, segura de haber oído mal.
—¿Perdón?
—Eres responsable, ordenada y… de confianza —añadió.
Lo dijo con ese tono seco que sonaba más a dictamen que a cumplido.
—Señor, con todo respeto, yo soy su asistente, no una niñera.
—Lo sé, pero no tengo otra opción. Y antes de que digas que no, te aviso que te pagaré el triple de lo que ganas en tres días.
El triple.
Mi cerebro financiero y mi alma rota entraron en conflicto.
Por un lado, necesitaba dinero. Por otro, acababa de confirmar un embarazo y lo último que necesitaba era cuidar niños. Pero el universo es cruel, y la idea de decirle que no a Adriel equivalía a firmar mi despido.
Suspiré.
—Está bien, pero solo por tres días.
Una sombra de alivio cruzó su rostro.
—Gracias, de verdad lo aprecio.
Lo dudaba, pero bueno...
∆∆∆
Tan pronto salí de la oficina, fui hasta mi apartamento por algunas pertenecís y ropa, y me dirigí a la casa de mi jefe, sintiéndome más fuera de lugar que una cucaracha en una boda real en cuanto llegué.
La casa era enorme, de dos pisos, con un jardín precioso. La fachada exudaba lujo, como una mini mansión con amplios ventanales oscuros y un estilo moderno bastante sofisticado.
Toqué y fue el mismo Adriel quien abrió la puerta. Vestía informal, lo cual significaba que se había quitado la corbata y estaba de muerte lenta igual.
—Pasa —dijo con un gesto neutro.
Adentro, el lugar olía a hogar y a jazmín, como su oficina.
Observé todo a mi alrededor, curioseando con discreción, hasta que llegamos a la sala y vi a una niña de cabello oscuro, rizado, con un vestido rosa y unos ojos enormes color miel sentada en el sofá, abrazando un peluche con demasiada fuerza.
—Ella es Lucía —dijo Adriel, mirándola con ternura. Una ternura que jamás le había visto antes.
Lucía lo miró, luego me miró a mí, y sonrió tímidamente.
—Hola.
Su voz era suave, dulce, casi me derritió.
—Hola, Lucía —respondí, dándole mi mejor sonrisa—. Soy Indira.
—¿Tú vas a quedarte conmigo?
—Sí, por unos días, mientras tu papá está de viaje de negocios.
—¿Eres amiga de mi papá? —preguntó, curiosa.
Adriel carraspeó detrás de mí, incómodo.
—Trabajamos juntos, cariño —aclaró él.
—Ah —asintió ella, abrazando más fuerte su peluche contra su pecho—. No tengo mamá, ¿sabes?