Desperté con una patada en la espalda, literalmente.
Al principio pensé que era un mal sueño —uno de esos donde te persigue un dinosaurio o te caes de un acantilado—, pero luego escuché una vocecita alegre a mi lado:
—¡Despierta, Indira! ¡Es hora del desayuno!
Abrí un ojo y vi a Lucía sentada en mi cama, con una sonrisa angelical y un cepillo en la mano.
—¿Qué hora es? —murmuré, con la voz pastosa y el cabello enredado como un nido de pájaros.
—Las seis y media.
—¿De la mañana?
Asintió, muy feliz de su propio crimen.
Yo, en cambio, consideré seriamente fugarme por la ventana.
—¿Y por qué estás despierta tan temprano, cariño? —pregunté con la paciencia de un monje budista al borde del colapso.
—Porque tengo hambre. Y papá dice que el desayuno es la comida más importante del día.
Por supuesto que lo dice. Ese hombre probablemente desayuna proteína, disciplina y hojas de Excel.
Me incorporé con esfuerzo, intentando recordar que debía cuidar de la hija de mi jefe, no traumatizarla.
—Está bien, princesa, vamos a hacer el desayuno —dije, intentando sonar entusiasta mientras me hacía una coleta improvisada.
Lucía aplaudió emocionada y salió corriendo hacia la cocina. Yo la seguí tambaleándome, rogándole mentalmente a mi cuerpo que no me hiciera vomitar antes del primer café.
La cocina parecía sacada de una revista de decoración: mármol, acero inoxidable, todo muy impecable. Bueno, hasta que llegamos nosotras.
—Papá siempre hace panqueques con forma de osito —dijo Lucía, colocándose un delantal rosa con el nombre “Lulú” bordado.
—Perfecto, panqueques —respondí, abriendo los cajones—. ¿Dónde guarda tu papá la harina?
—Ahí —señaló el lugar equivocado.
Diez minutos después, había abierto la mitad de la alacena y tenía más cosas en el mesón que en su sitio original: avena, cacao, café, una licuadora que parecía una nave espacial y algo que no supe si era una batidora o un artefacto para invocar demonios.
Finalmente encontré la harina, y con Lucía de “ayudante”, empezamos el proceso.
Ella vertía los ingredientes como si fuera un experimento científico. Yo rezaba porque no explotara nada.
—Papá dice que hay que medir exacto —comentó muy seria.
—Papá debe ser muy bueno haciendo panqueques.
—No —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Le quedan horribles, pero igual me los como.
Solté una carcajada.
—Entonces hoy vas a probar los mejores panqueques del universo.
Error. Había sobreestimado mis habilidades culinarias.
A los cinco minutos, el sartén empezó a soltar humo y el “osito” parecía un fósil carbonizado.
Lucía me miró con cara de horror.
—¿Se murió el osito?
—Solo… se tostó un poquito.
Intenté rasparlo con una espátula, pero terminó en el basurero. Al segundo intento, el resultado fue menos trágico: parecía un gato mutante, pero al menos olía bien.
Lucía lo observó con escepticismo antes de darle un mordisco.
—No sabe a osito, pero está rico.
—Gracias —dije, aliviada—. Es el mejor cumplido culinario que he recibido.
Después del desayuno, vino la parte más difícil: mantener entretenida a una niña de seis años hiperactiva mientras tu cuerpo está en huelga hormonal.
—¿Jugamos a las escondidas? —propuso ella.
—Claro, pero tú te escondes y yo te busco, ¿vale?
Lucía salió corriendo a la velocidad de la luz. Yo conté hasta veinte con la frente apoyada en la pared, intentando no marearme.
Cuando terminé, empecé a buscarla por toda la casa. Revisé la sala, el comedor, detrás de las cortinas… nada.
—Lucía, ¿dónde estás? —llamé.
Silencio.
Subí al segundo piso, revisé los cuartos y el baño. De pronto, escuché una risita desde algún lugar cercano.
—Ya sé que estás aquí… —dije, fingiendo una voz de detective—. Y te voy a atrapar.
Abrí el armario del pasillo y casi me infarto. Lucía estaba dentro, cubierta con una sábana blanca y una linterna en la mano.
—¡Soy un fantasma! —gritó, haciendo ruidos extraños.
—¡Ahhh! —grité yo también, por reflejo, tirando el celular al suelo.
Ambas terminamos riéndonos a carcajadas.
—Ganaste, peque —admití, tratando de recuperar el aliento—. Pero casi me da un infarto.
—Eres muy fácil de asustar —dijo con orgullo, saliendo del armario como una heroína.
—Y tú muy buena actriz —respondí, despeinándola cariñosamente.
En ese momento me di cuenta de lo mucho que me gustaba su risa. Era contagiosa, limpia, de esas que hacen olvidar por un segundo que la vida puede ser un desastre.
A media tarde, decidí que necesitábamos un descanso de tanto caos.
Lucía insistió en ver una película. Puso “Frozen” y empezó a cantar con tanta pasión que pensé que los vecinos iban a llamar a la policía.
Yo, mientras tanto, intentaba disimular las náuseas con un vaso de agua y una sonrisa maternal.
—¿Por qué Elsa se va sola a la montaña? —preguntó ella, con los ojos fijos en la pantalla.
—Porque a veces las personas necesitan estar solas para entender lo que sienten —respondí, sin pensar.
—¿Tú también estás sola porque quieres entender lo que sientes?
Su pregunta me dejó muda.
Tragué saliva y sonreí débilmente.
—Sí, algo así.
—Papá también dice eso a veces —añadió, apoyando su cabeza en mi brazo—. Que necesita entender las cosas, pero yo creo que solo extraña a mamá.
Sentí un nudo en la garganta. Le acaricié el cabello, sin saber qué decir.
—Debe extrañarla mucho —susurré.
—Yo también la extraño, aunque no la recuerdo mucho.
No dije nada más. Solo la abracé, y ella me rodeó la cintura con sus bracitos, quedándose quieta un rato.
Y ahí estaba yo: una mujer con un embarazo que no planeó, cuidando a una niña que hablaba de la ausencia con una naturalidad desarmante.
El descanso duró poco. Después del almuerzo —un intento fallido de pasta con salsa lista—, Lucía decidió que era hora de “hacer un experimento científico”.