Cuando abrí los ojos esa mañana, lo primero que vi fue un peluche con un solo ojo mirándome desde la mesita de noche.
Lo segundo, una Lucía subida en una silla, intentando colgar una sábana como si fuera una cortina teatral.
—Buenos días, dormilona —me saludó, con su vocecita aguda y llena de energía homicida para mi descanso—. Vamos a hacer una obra de teatro.
Me froté los ojos, todavía medio dormida.
—¿Una obra… de teatro?
—Sí, tú vas a ser la reina del planeta de las pinturas —declaró solemnemente, señalando la sábana como si fuera un telón—. Pero tienes que disfrazarte.
Si la noche anterior había pensado que sobreviviría tres días sin perder la cordura, claramente había sido demasiado optimista.
—¿Disfrazarme de qué?
—De reina, pero con ropa de papá.
La idea me hizo reír por lo absurdo.
—¿De tu papá? No creo que le haga mucha gracia.
Lucía puso cara de súplica.
—Por favor… es que sus camisas son muy grandes y parecen túnicas.
Sus ojos me miraban con esa mezcla de inocencia y manipulación pura que solo los niños dominan a la perfección.
Suspiré.
—Está bien, pero solo una.
Y así fue como terminé en el clóset de mi jefe, parada frente a una colección de camisas perfectamente ordenadas por color, estilo y textura. Era el paraíso del control obsesivo.
Elegí la menos intimidante: una blanca de lino, impecable y con su aroma inconfundible a colonia cara y madera.
Cuando me la puse, me llegaba hasta medio muslo. Lucía me observó con una sonrisa triunfal.
—¡Perfecta! Ahora falta la corona.
—¿Corona?
—Sí, pero la haremos nosotras.
Y ahí comenzó el desastre. La mesa del comedor se convirtió en un campo de batalla. Papeles, brillantina, pegamento, tijeras y una caja de pinturas invadieron cada rincón. Lucía trabajaba concentrada, con la lengua fuera, mientras yo intentaba que la brillantina no se me pegara hasta en el alma.
—¡Mira, te haré un maquillaje de reina! —dijo de pronto, tomando un pincel y hundiéndolo sin piedad en la pintura morada.
—Lucía, espera, eso no se usa en la cara...
Demasiado tarde, el pincel ya estaba en mi mejilla.
—Ahora pareces una guerrera —anunció, satisfecha.
Me vi reflejada en la ventana y solté una carcajada: tenía la mitad de la cara cubierta de pintura morada y dorada, el cabello despeinado y la camisa de mi jefe ahora decorada con puntos de colores.
—Voy a matarte suavemente, pequeña artista.
—Papá dice que los accidentes son parte del aprendizaje —contestó muy seria, lo que solo empeoró mi ataque de risa.
Terminamos las dos pintadas, riendo hasta que el estómago dolió.
Por un rato olvidé el cansancio, las náuseas y todo lo demás. Era como si el mundo se redujera a eso: risas, pintura y una niña que sabía curar el alma sin saberlo.
Decidimos seguir con el “teatro”. Lucía inventó una historia sobre un dragón que quería robar las pinturas del planeta de la reina (yo) y una valiente exploradora (ella) que debía salvarlo todo.
Improvisamos los diálogos y hasta pusimos música desde su tablet.
—¡Atrás, dragón malvado! —gritó Lucía, apuntándome con un cepillo de pelo a modo de espada.
—¡Jamás! —respondí, tratando de sonar feroz, pero riéndome tanto que terminé tropezando con el sofá.
Ambas caímos al suelo en carcajadas, y justo cuando creí que no podía ser más surrealista, el timbre del teléfono sonó.
—¿Quién llama? —preguntó Lucía.
Miré la pantalla y mi corazón se detuvo un segundo.
Adriel.
—Tu papá.
Lucía chilló emocionada y corrió hacia el sofá. Yo me miré horrorizada: llevaba una de sus camisas, la cara pintada como un carnaval y el pelo lleno de brillantina.
—No contestes todavía —dije, intentando arreglarme, pero ella ya había tocado el botón de videollamada.
La pantalla se iluminó y apareció el rostro serio de Adriel, con fondo de oficina elegante y aire de hombre concentrado en salvar al mundo hasta que me vio.
—… ¿Indira? —dijo, parpadeando varias veces.
—Hola, señor —respondí, sonriendo con nervios—. Estábamos… haciendo arte.
Lucía saltó frente a la cámara.
—¡Papá! ¡Estamos haciendo teatro! Indira es la reina de las pinturas.
Él alzó una ceja, intentando procesar la información.
—Ya veo —su tono era tan seco que me dieron ganas de esconderme bajo la mesa.
—Fue idea suya, lo juro —añadí rápido, señalando a la niña que ahora intentaba mostrarle un dibujo lleno de manchas.
—Me lo imaginaba —su mirada se suavizó un poco—. ¿Y tú, cómo estás, princesa?
—Bien, pero te extraño.
Él sonrió, ese tipo de sonrisa que desarma sin querer y solo está destinada para su hija.
—Yo también te extraño, Lucía. Portate bien con Indira, ¿sí?
—Sí, aunque casi prende fuego a la sartén ayer.
Me llevé una mano a la cara, mientras Adriel soltaba una risa breve.
—En mi defensa, nadie murió —repliqué con dignidad fingida.
—Eso es bueno —bromeó, y juro que vi algo parecido a diversión en su mirada.
Lucía comenzó a hablarle de todo lo que habíamos hecho: los panqueques, las pinturas, el dragón imaginario. Yo, mientras tanto, trataba de no pensar en lo inapropiado que era llevar puesta su camisa frente a él.
—¿Esa es… mi camisa? —preguntó de pronto.
Me congelé.
—Ah… sí. Pero fue por motivos artísticos.
—Motivos artísticos —repitió, reprimiendo una sonrisa.
Lucía intervino antes de que pudiera seguir metiendo la pata.
—Es que necesitaba parecer reina. Y además le queda muy bien, ¿verdad, papá?
Él me miró desde la pantalla, una mirada tan directa e intensa que me atravesó.
—Sí —respondió simplemente—. Le queda bien.
Tragué saliva, sintiendo cómo se me encendían las mejillas.
—Bueno, Lucía, despídete de tu papá, que tiene que trabajar —dije, buscando escapar del momento.
—Te amo, papá.