Niñera por accidente

Capítulo 6

El suelo estaba lleno de huellas pequeñas, la mesa cubierta de platos, pinceles, rodajas de fruta y un ejército de brillantes. Debí limpiar ayer y no dejar todo ese desastre para hoy, pero estaba tan cansada, que solo fue medio recostarme en la cama para caer en un coma profundo.

—¿Tú crees que a mi papá le guste? —me preguntó Lucía, con esa voz temblorosa que mezclaba emoción y miedo sentada en la barra de la cocina.

—Le va a encantar —le respondí sin dudar—. Aunque si ve todo esto, ahí sí se desmaye.

—Papá no entiende del arte.

Reí, yo ya estaba acostumbrada al caos. Lo que no esperaba era que Adriel regresara antes de tiempo.

El sonido de la cerradura me paralizó. Lucía me miró con los ojos redondos y la boca abierta.

—¿Papá? —susurró.

No tuve tiempo ni de quitarme la misma camisa de ayer cuando lo vi entrar al salón con su elegancia de siempre… y su expresión de absoluto horror.

—¿Pero qué…? —fue lo único que alcanzó a decir.

Ahí estaba él, mi jefe, mi pesadilla laboral y, últimamente, la causa de mis noches en vela por culpa de su bonita sonrisa. De pie en el marco de la puerta, con su traje impecable y su ceño fruncido, observando cómo su casa parecía haber sido invadida por un ejército de duendes hiperactivos.

—¡Papá! —Lucía corrió a abrazarlo.

Adriel la levantó en brazos y le dio un beso en la mejilla, sonriéndole, pero aún mirándome con total desconcierto.

—¿Qué… qué ha pasado aquí? —preguntó al fin, mirándome de arriba abajo, notando que aún llevaba su camisa puesta.

Tragué saliva, sin saber qué decir, pero más que todo, sin poder moverme. Sentía la cara ardiendo de vergüenza.

—Esto… ayer hicimos un poco de arte culinario y la cocina se ensució un poco, pero ya me iba a poner a limpiar.

—No te enojes, papá. ¡Mira el pastel! Es para ti.

El pastel, si podía llamarse así, era una masa amorfa con cobertura turquesa y un corazón torcido en el centro. Adriel lo miró como si analizara una fusión nuclear. Luego, lentamente, dejó escapar un suspiro.

—¿Para mí? —preguntó, y su voz cambió. Se suavizó.

Lucía asintió, orgullosa.

—Sí. Lo hicimos juntas. Indira dice que el amor se demuestra con cosas feas pero sinceras.

Yo casi me atraganto con mi propia saliva.

—Yo no dije “feas”, dije “auténticas” —protesté, pero ambos me ignoraron.

Entonces ocurrió algo inesperado. Adriel, el hombre que parecía hecho de mármol y café amargo, soltó una carcajada real. No una sonrisa forzada ni cortés.

Miró a su hija, despeinada, en pijama, con los ojos brillantes de emoción.

—Está perfecto —dijo, y la abrazó.

Sentí algo tibio en el pecho al verlos, se veían tan lindos y tiernos.

Media hora después y de limpiar muy bien lo mejor que pude, los tres estábamos desayunando pastel de colores en la mesa del comedor. Lucía contaba historias inventadas sobre dragones que hacían cupcakes, y Adriel la escuchaba fascinado, como si no quisiera perder ni una palabra.

Yo trataba de comer un trozo minúsculo, porque el olor dulce me estaba revolviendo el estómago.

—¿No te gusta? —preguntó Lucía.

—Sí… claro que sí —respondí, obligándome a sonreír. Pero apenas tragué, el cuerpo me dio la advertencia definitiva.

Corrí al baño antes de que fuera un desastre en el comedor y vomité lo poco que había comido del pastel y quizás mi dignidad entera.

Cuando salí, pálida y tambaleante, los dos me miraban con cara de alarma.

—¿Estás bien? —preguntó Adriel, mirándome con el ceño fruncido.

Lucía corrió hacia mí, sujetándome la mano.

—Indira, ¿te duele algo?

Negué, intentando parecer tranquila, cuando en realidad sentía que de nuevo quería vomitar y una sensación de pesadez que me ahogaba.

—Estoy bien, de verdad. Solo fue el azúcar. O el estrés. O… algo.

Adriel no parecía convencido.

—No tienes buen color. Te llevo al hospital.

—No, no hace falta —dije rápido—. Solo necesito descansar.

—Papá, llévala —insistió Lucía—. A lo mejor tiene una enfermedad de las raras, como las que salen en los dibujos.

—Lucía, no tengo nada raro —intenté bromear.

Pero ya los dos me miraban con esa mezcla de preocupación y autoridad que hacía imposible negarme.

—Está decidido —sentenció Adriel—. Vamos al hospital.

Intenté protestar, pero era inútil. En menos de diez minutos, Lucía ya había empacado un peluche “por si Indira se pone triste” y Adriel conducía rumbo a urgencias con esa rigidez que lo caracterizaba.

El trayecto fue un espectáculo: Lucía hablaba sin parar, Adriel la interrumpía con “ajá” cada dos minutos, y yo intentaba respirar sin marearme.

En la sala de espera, la niña se sentó a mi lado, jugando con mis dedos.

—Si te duele, te presto mi conejo.

—Gracias, pero no me duele nada, cielo.

—Igual te lo presto —insistió, colocándomelo sobre las rodillas.

Adriel observaba la escena desde el otro lado, cruzado de brazos, con ese gesto de hombre que finge estar tranquilo pero está a punto de explotar por dentro.

—No entiendo cómo te enfermaste si comimos lo mismo —dijo.

—Quizá mi cuerpo no tolera el exceso de azúcar tan temprano en la mañana —respondí.

El doctor nos llamó poco después. Un hombre de mediana edad, amable, con una voz serena que contrastaba con el caos que yo sentía por dentro.

Me revisaron, me hicieron preguntas, tomaron una muestra de sangre y me dejaron esperando un rato más. Lucía no se movió de mi lado ni un segundo y Adriel tampoco.

—Deberías irte a casa con ella, yo puedo esperar sola —le dije.

—No —contestó simplemente.

El miedo de que me dijeran lo que ya sabía se intensificó, no por la noticia en sí, sino porque si mi jefe se enteraba, seguro me echaría sin más.

Cuando el médico regresó, traía una sonrisa peculiar dibujada en el rostro.

—Bueno, señorita… ya tenemos los resultados.



#819 en Otros
#321 en Humor
#2420 en Novela romántica

En el texto hay: jefe y secretaria, niñera divertida

Editado: 23.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.