Niñera prohibida

Capitulo Seis: Soledad Bulliciosa

El día avanzó lentamente y, cuando finalmente llegué a casa, encontré la puerta cerrada. Había algo inquietante en el silencio. Sabía que Petra estaba allí. Me lo había dicho el abogado. Sabía que era ella la que tomaría las riendas de todo lo relacionado con mi padre, como siempre lo había hecho.

La puerta se abrió con un crujido y entré en la casa. La atmósfera era la misma de siempre: fría, distante, como si las emociones no tuvieran cabida en ese lugar. Petra estaba en la cocina, de pie junto a la ventana, mirando al vacío. Su silueta delgada y rígida no mostraba ni una pizca de tristeza. Todo en ella estaba compuesto, como si fuera imposible que algo realmente la afectara.

Me acerqué a ella, esperando alguna palabra, algún gesto, pero nada. Solo me miró de reojo, como si ni siquiera me viera. Fue un golpe que me hirió más de lo que me imaginaba. La mujer que había estado casada con mi padre, que había formado parte de su vida durante años, no me miraba como a su hija, sino como a una extraña.

—¿Sabes algo de mi padre? —pregunté, tratando de que mi voz no temblara. Mi respiración estaba entrecortada, pero intenté mantener la calma.

Petra giró la cabeza lentamente, su rostro inmutable. Sus ojos, fríos como el hielo, se posaron sobre mí.

—Ya me he encargado de todo —respondió con la voz más fría que había escuchado en mi vida—. Los trámites legales están en marcha. No te preocupes.

Lo dijo como si fuera lo más normal del mundo. Como si lo que había sucedido no significara nada. Mi padre había muerto, y ella no mostraba ningún tipo de sentimiento. Nada. Ni tristeza, ni sorpresa, ni siquiera una leve muestra de empatía. Solo un vacío absoluto. Como si mi padre nunca hubiera sido más que una ficha en su vida.

—¿No vas a decir nada más? —le pregunté, el dolor comenzando a atravesar mis palabras. Sentí una presión en el pecho, como si estuviera siendo aplastada por la indiferencia de Petra.

—¿Qué quieres que diga? —respondió ella, sin mirarme realmente—. Ya no tiene sentido llorar por alguien que ya no está. No tiene sentido hacer una escena. Es mejor ocuparse de lo que importa.

Su tono me dejó sin palabras. ¿Cómo podía ser tan insensible? ¿Cómo podía ver todo con tal indiferencia? Yo había perdido a mi padre, y ella estaba tan preocupada por los detalles legales como si todo esto fuera un trámite más. Mi cuerpo temblaba de rabia contenida.

—¿De verdad no sientes nada? —le pregunté, la incredulidad en mi voz era evidente. —¿Nada en absoluto?

Petra me miró por fin, y la frialdad en sus ojos se hizo más evidente.

—Lo que siento no es tu problema, Hanna. Nunca lo fue. No soy tu amiga, ni tu madre. No esperes de mí lo que no te puedo dar.

Esas palabras me dolieron más de lo que imaginaba. Mi respiración se aceleró y un nudo apareció en mi garganta. ¿Cuántos años había pasado esperando que ella me aceptara, que me tratara como parte de la familia? Pero nada de eso importaba. Yo era una intrusa, un estorbo en su vida perfecta.

Me giré, incapaz de decir algo más. No valía la pena. No lo valía.

Las horas pasaron lentamente. La noche llegó sin cambios. Cuando fui a la mesa, vi los papeles que el abogado había dejado sobre la mesa. El testamento de mi padre. Sin querer, me acerqué y comencé a leer. Cada palabra parecía un golpe directo en el estómago. Nada. No había nada que me perteneciera. No tenía derecho a la casa, a sus bienes, a nada.

—Esto no puede ser real —susurré, mirando el papel una y otra vez, como si de alguna manera pudiera encontrar una señal de que me equivocaba. Pero no. Todo estaba a nombre de Petra. Ella era la única beneficiaria de todo lo que mi padre había acumulado durante su vida.

Era como si mi existencia no hubiera importado nunca. Como si él nunca hubiera querido dejarme nada, nunca hubiera querido que tuviera algo que me uniera a él. Ni siquiera una pequeña porción de su vida.

Un dolor profundo comenzó a apoderarse de mí. La sensación de traición era tan fuerte que me costaba respirar. ¿Cómo podía haberme hecho esto? ¿Por qué no me había dejado ni una pequeña parte de lo que había sido su vida? La rabia me consumía, y no sabía cómo sacarla de mí. No sabía qué hacer.

De repente, una voz fría interrumpió mis pensamientos.

—No tienes nada que te pertenezca. Todo es mío —dijo Petra, desde la puerta. Estaba allí, observándome como siempre lo hacía, con esa mirada distante y calculadora.

Me giré hacia ella, sin poder creer lo que acababa de escuchar.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Petra sonrió, una sonrisa fría, vacía.

—Lo que digo es que no eres nada para mí. Mi marido te dejó fuera de su vida. No tienes derecho a nada. Ya está todo resuelto.

Las lágrimas empezaron a caer sin que pudiera evitarlo. No era por el dinero, no era por la casa. Era por todo lo que había perdido, por todo lo que nunca tuve. Era por la vida que mi padre nunca me dio, por todo lo que siempre estuvo fuera de mi alcance.

Petra me observaba con indiferencia, y yo, por primera vez en mucho tiempo, me sentí completamente sola.




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