Niñera prohibida

CAPITULO DIEZ: EL PRIMER DIA

El sol apenas comenzaba a asomarse por el horizonte cuando la puerta de la casa de Petra se cerró detrás de mí, con un estrépito que me hizo sentir que dejaba atrás una vida que nunca me perteneció.

Su casa.

Ya no tenía nada más que buscar o pesar.

Ella se había encargado de dejarlo mas que claro. Yo no tenia nada que opinar mientras ella fuese la titular.

Peor aun, mientras ella fuese mi tutora legal.

Los documento eran bastante claros.

Mi padre, mi tonto padre, creyó en ella a ciegas.

Pensó que lo mejor era tener una mujer en mi vida.

Una madrastra,

Quizá hubiese sido una buena idea de no haber seleccionado a la peor.

A una zorra pretenciosa que lo único que deseaba era quedarse con los inmuebles de mi padre.

Y ahora yo era quien tenia que buscar trabajo para poderme ir lejos de ella. Mientras buscaba la forma de recuperar lo que me pertenece.

Pietra estaba equivocada si se pensaba que no recuperaría mi hogar.

Aquella era mi casa, mis recuerdos, mi historia,.

Estaba nerviosa, ansiosa, pero también decidida. Era mi primer día de trabajo como niñera, y a pesar de todo lo que había pasado, este empleo representaba mi salida de este infierno. El trabajo con el Señor Biuk, el multimillonario dueño de una petrolera en Arabia Saudita, era mi oportunidad de escapar de mi madrastra y su maldita remodelación de la casa.

A las 9:00 am, el chofer que me llevaría hasta la mansión llegó puntual, como me había prometido el día anterior. Un hombre alto, de traje negro, con gafas oscuras y una expresión impasible. No había nada en su rostro que mostrara simpatía, pero tampoco parecía molesto por tener que recogerme. Me senté en el asiento trasero del lujoso coche, un modelo de Mercedes de última generación, y cerré los ojos por un momento. Necesitaba concentrarme, calmándome para lo que vendría.

Mi teléfono vibró en ese momento y me di cuenta de que ni siquiera le había dicho a Samantha que comenzaba hoy el empleo, al menos la entrevista con el Señor Biuk.

—Hola…—Digo nada más responder la llama al segundo tono. —Me acabo de ir de la casa. Tengo la entrevista hoy con el que será mi jefe si todo sale bien.

—Me llegó la carta de Brown. —Sam no me saluda. Comienza a hablar como si hubiésemos amanecido juntas y no dejáramos de hablar en ningún momento. —llegó.

Samantha estaba tan emocionada por la respuesta de su universidad de preferencia. A la que había aplicado. Ido a charlas, conferencias. Estudiado a fondo sus raíces y sus perfiles. Lo que buscaban en los nuevos estudiantes. Ella había hablado de Brown durante dos largos años.

—¿Y? —Inquiero. —¡Habla ya!

—¡Me mudo a Rhode Island! —grita al teléfono casi estallando mis oídos y yo grito con ella.

—¡Eso es magnifico, Sam! ¡estoy tan feliz por ti!

—¡Es mi sueño, Han! ¡Voy a irme a Brown!

Y así sin mas, nos pusimos a charlar todo el camino sobre lo que debía llevarse, sobre los primos de Sam, donde ella estaría quedándose hasta cumplir los 21. Sam cumplía años el 28 de Abril y yo el 28 de Marzo.

Parte de su personalidad de hermana mayor es ese mes que me lleva de edad.

El ella irse no hacia mas que revolverme el estómago pero no podía decírselo.

Mi padre quería que yo fuera a Yale.

El había ido a Yale

Y sus padres también.

Pero yo ya no estaba tan segura.

El ya no estaba.

Y la universidad aun no me había enviado la carta.

Me despedí de Samantha e intento concentrarme en armar un discurso en silencio para poder conseguir el trabajo.

El viaje hasta la mansión fue largo, y a medida que nos alejábamos de la ciudad, comencé a ver cómo el paisaje cambiaba. La bulliciosa vida urbana se desvaneció rápidamente, y pronto solo quedaban campos verdes y carreteras tranquilas, rodeadas de árboles. Había algo extraño en el aire, una quietud, una paz que contrastaba con el caos que había dejado atrás.

Una paz que yo no sentía.

Cada vez que miraba las personas en las calles, haciendo su vida, viviendo su vida, solo puedo pensar en lo que yo no tengo mas: mi padre.

Mis ojos se llenan de lagrimas pero me niego a dejarlas salir.

Llorar no me va a hacer que consiga el empleo y que recupere la casa de esa arpía de Petra.

Finalmente, después de unos cuarenta minutos de viaje, llegamos a nuestro destino: la mansión del Señor Biuk. Se encontraba en las afueras de la ciudad, rodeada de tres hectáreas de césped perfectamente cuidado. La casa era impresionante, un palacio moderno de estilo colonial, con enormes ventanales que reflejaban el sol de la mañana. La fachada era de un blanco impoluto, y el jardín que la rodeaba estaba lleno de flores bien cuidadas y estatuas ornamentales. No era solo una casa, era una declaración de poder, dinero y prestigio.




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