Niñera prohibida

Capitulo quince: Destinados o no.

Un mes después

Han pasado cuatro semanas desde que llegué a esta casa. Todavía me sorprende lo rápido que uno se acostumbra a nuevas rutinas cuando no queda otra opción. El desayuno con los niños, las clases de la mañana, la hora de juegos en el jardín… Cada día se repite como un reloj suizo, y, sin embargo, no se siente igual. Creo que es porque él siempre está allí, rondando como una sombra luminosa que no me deja indiferente.

Khalid.

El nombre se me queda en la lengua como un dulce prohibido. No debería estar pensando en él. La señora Patterson se ha encargado de repetírmelo al menos una docena de veces: “Hanna, mantén la distancia. Khalid no es para ti. No es el tipo de hombre con el que quieras ilusionarte.” La primera vez lo dijo con voz severa, la segunda con un gesto maternal, y las siguientes con un suspiro resignado. Como si supiera que, aunque me lo advirtiera mil veces, yo seguiría tropezando con la misma piedra.

Literalmente, tropezando. Porque si algo me define en esta casa, es que cada vez que Khalid aparece, mis pies parecen tener vida propia. Los lápices de colores se me resbalan de las manos en medio de una actividad, la voz me tiembla cuando intento dar una orden a los niños, o simplemente me enredo conmigo misma al caminar por el pasillo.

Como hoy, por ejemplo.

Estábamos en el jardín. Los niños correteaban alrededor de nosotros, riendo a carcajadas mientras intentaban atraparse los unos a los otros. Yo me encargaba de vigilar que no saltaran a la fuente —ya había ocurrido antes, y aún no olvido el regaño de la señora Patterson—. Khalid se acercó con ese andar despreocupado que me desconcierta, como si nada en el mundo pudiera sacarlo de su calma.

—Las flores están marchitándose más rápido de lo normal este año —comentó, inclinándose hacia un rosal y acariciando un pétalo con cuidado.

Me quedé observándolo, demasiado consciente de la manera en que la luz del sol se reflejaba en su cabello oscuro. Tragué saliva, recordándome que debía responder, que no podía quedarme mirándolo como una idiota.

—Quizá sea porque ha hecho demasiado calor estos días —dije, y para mi desgracia, mi voz salió un poco más temblorosa de lo que quería.

Khalid sonrió, esa sonrisa que me desarma, y entonces me lanzó una pregunta que me dejó helada:

—Hanna, dime… ¿qué vas a hacer cuando cumplas la mayoría de edad?

Me giré hacia él, parpadeando.

—¿Qué… qué voy a hacer?

—Sí —continuó, con un tono curioso pero relajado—. Eres australiana, los dieciocho lo cambian todo, ¿sabes? Puedes beber, puedes casarte, incluso decidir tener hijos si quieres. ¿Alguna vez lo has pensado?

El corazón se me aceleró de golpe. Yo, que apenas lograba mantenerme entera después de todo lo que había pasado en los últimos meses, ¿cómo iba a tener respuesta para eso?

—La verdad… no lo he pensado demasiado —confesé, bajando la mirada al césped. Mis dedos jugueteaban nerviosos con el borde de mi blusa, y tuve que obligarme a mirarlo de nuevo—. Han pasado tantas cosas que apenas logro imaginarme el mañana. Pero no me niego a la probabilidad… de casarme, de tener hijos. Quizá algún día.

Al decirlo, sentí que las palabras se quedaban flotando en el aire entre nosotros, demasiado pesadas, demasiado íntimas. Y lo peor fue que él no me miró a los ojos. Ni una vez.

Tragué saliva y, en un arranque de valentía, decidí contraatacar:

—¿Y tú? —pregunté, intentando sonar casual—. Con veintidós años y habiendo viajado por el mundo, según me cuenta la señora Patterson… ¿qué has hecho? ¿Qué pretendes hacer antes de los veinticinco?

Khalid soltó una carcajada tan fuerte que hasta los niños se detuvieron para mirarlo. Luego, sin decir una palabra, arrancó un par de flores y me las lanzó a la cabeza.

—¡Oye! —protesté, sacudiéndome mientras los pétalos se enredaban en mi pelo.

Los niños estallaron en risas, y de pronto estaban corriendo alrededor de nosotros, uniéndose a la broma. Yo no pude evitar reír también, aunque sentía que mi rostro ardía como si me hubieran descubierto un secreto.

—Eso no es una respuesta —repliqué, todavía riendo.

Él se limitó a alzar una ceja, con esa expresión de misterio que nunca abandona, y se encogió de hombros. Nada más. Ninguna confesión, ningún detalle de su vida. Y, aunque quise presionarlo, supe que no debía hacerlo.

Me quedé con la risa atrapada en la garganta, observando cómo los niños lo rodeaban, lanzándole pétalos a él también. Esa imagen se me quedó grabada: Khalid sonriendo, esquivando a los pequeños, con flores cayéndole sobre los hombros. Parecía intocable, inalcanzable.

Yo, en cambio, tropecé con una raíz invisible del jardín y casi termino de bruces en el suelo.

—¡Hanna! —gritó uno de los niños, corriendo a sostenerme.

Me enderecé de inmediato, muerta de vergüenza, aunque Khalid apenas soltó una leve risa.

—Eres increíblemente torpe —dijo, como si fuera un hecho científico—. Pero al menos sabes caer con estilo.

Quise responder algo ingenioso, pero lo único que salió fue una carcajada nerviosa. Y mientras me reía, sentí que una parte de mí estaba cayendo también, pero no en el suelo… sino en él.




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