Niñera prohibida

Capítulo 16: Algo en su mirada

Me gusta pensar que soy una persona cuerda, al menos en teoría. Pero últimamente, mi corazón no me da tregua.

—¿Otra vez, Hanna? —me dijo Khalid, ayudándome a levantarme del suelo mientras los niños se reían a carcajadas.
—¡El piso está inclinado! —mentí, con el rostro ardiendo.

Él sonrió de esa manera que me desarma, como si ya lo hubiera visto todo y yo no fuera más que un entretenimiento. Y aun así, esa sonrisa es suficiente para arruinarme el día… o mejorarlo. Nunca estoy segura de cuál de las dos cosas ocurre.

Me quedo mas tiempo del debido mirándole embobada.

La señora Patterson no tarda en aparecer como un recordatorio ambulante de que debo poner los pies en la tierra. Literalmente.

Joder. Esa señora esta en todas partes.

Khalid le da un beso en la mejilla y sonríe.

—Con cara de perros como siempre, mujer. — Y se marcha como si nada.

—Hanna —me dijo cuan Khalid se perdió de vista—¿te acuerdas de lo que hablamos? No pierdas el tiempo con esas ilusiones. No sé cómo no ha desaparecido ya, pero lo hará en cualquier momento.

Yo asentí como si la escuchara. Pero no la escuchaba. Mi cabeza estaba demasiado ocupada repasando la última conversación que había tenido con él en el jardín. Universidad, hijos, futuro. Cosas demasiado grandes para mí, pero que sonaban distintas en su voz.

Me niego a pensar que se irá así nada más .

Lo que más me desconcertaba era lo poco que sabía de él. Nunca hablaba de su vida, de lo que había hecho, de dónde había estado. Solo se dejaba ver en destellos: una risa fuerte, un gesto despreocupado, una frase suelta que parecía esconder mil secretos detrás.

Me preguntaba si alguna vez confiaría en mí lo suficiente para contarme algo más. O si lo que teníamos estaba destinado a quedarse en esas pequeñas chispas, nada más.
¿Qué pasaría si él me besara?
¿Qué pasaría si lo buscara yo?

Me asustaba la respuesta, pero más me asustaba la intensidad con la que lo deseaba.

Ese mismo día, al terminar de ayudar a los niños con sus deberes, salimos al jardín. El sol estaba bajando, y el aire fresco traía un poco de calma. Khalid apareció de la nada, como siempre, con las manos en los bolsillos y una expresión divertida en el rostro.

—¿Ya cansada de correr detrás de ellos? —preguntó, señalando a los niños que jugaban con una pelota.
—No corro, los sigo estratégicamente —le respondí, levantando la barbilla con falsa dignidad.

Él se echó a reír, y por un momento, sentí que todo lo malo desaparecía. Ni Petra, ni la casa perdida, ni el miedo a mi futuro. Solo estaba él, su risa y los niños alrededor.

Quise preguntarle algo, cualquier cosa, pero me quedé en silencio. Una parte de mí temía arruinar ese instante.

Esa noche, al acostarme, me di cuenta de que no estaba confundida. No era un simple capricho. Me estaba enamorando. Rápido, sin remedio, sin pedir permiso.

Y aunque me aterraba, una parte de mí lo aceptaba con una sonrisa tonta en los labios.

No sabía entonces que esa sería la última vez que lo vería.

+++

El viernes amaneció extraño. Lo supe desde el momento en que entre a la mansión y escuché el silencio. Normalmente, a esa hora ya podía sentir la casa viva: los pasos de los niños bajando las escaleras, la voz de la señora Patterson dando órdenes en la cocina, el ruido lejano de algún auto entrando en la cochera. Pero esa mañana todo parecía… apagado.

Lo noté enseguida: Khalid no estaba.

No fue raro al principio. No siempre desayunaba con nosotros, a veces desaparecía durante horas y volvía de repente, como si hubiera salido a recorrer el mundo en secreto. Pero a media mañana, cuando salimos al jardín y los niños empezaron a perseguirse, lo busqué con la mirada… y nada. Ni un rastro.

Quise preguntar, pero no me atreví. En cambio, me dediqué a distraerme: ayudé a los niños con sus deberes, recortamos flores para hacer un ramo improvisado, coloreamos dibujos que terminaron llenos de manchas de acuarela porque yo derramé el agua del vaso sobre la mesa. Torpe como siempre.

Al mediodía, la señora Patterson me encontró intentando limpiar el desastre del comedor.

—No dejes que te supere —me dijo, aunque no sé si hablaba de las manchas en los manteles o de mi expresión perdida.

Yo sonreí, como si no pasara nada. Pero por dentro solo había una pregunta: ¿dónde estaba Khalid?

La tarde se me hizo eterna. Acompañé a los niños a su clase de natación con Khan. Intenté animarlos, aplaudir cuando lograban dar dos brazadas seguidas, sonreírles como siempre. Pero cada vez que mi mente se despistaba, lo buscaba entre la gente. Como si de pronto fuera a aparecer en la orilla de la piscina, con esa risa suya que hacía que todo se sintiera más fácil.

No apareció.

A las seis en punto, Sheffield vino a recogerme. Esa noche debía ir a la ciudad a ver a Samantha antes de que partiera a Brown. Había estado contando los días para abrazarla, para verla una última vez antes de que se lanzara al mundo, y sin embargo, mi corazón estaba demasiado atado a otra ausencia.

Me despedí de los niños con abrazos y promesas de traerles dulces. Subí las escaleras para tomar mi bolso, pero antes de salir, la señora Patterson me interceptó en el pasillo.

Me había esforzado todo el día por no llorar. Por sonreír. Por no dejar que nadie notara la tormenta que me devoraba por dentro. Pero en cuanto ella me miró, con esos ojos sabios que parecían leerme el alma, las lágrimas comenzaron a caer sin permiso.

Ella no dijo nada al principio. Solo sacó un pañuelo y me lo pasó con un gesto lento, casi maternal.

—Te lo advertí, Hanna —murmuró, secándome la mejilla con suavidad—. No te encariñaras con Khalid.

Yo negué con la cabeza, intentando contener el llanto, pero mis labios temblaban demasiado.

—No quería… yo… no quería sentir esto —alcancé a decir, ahogada por el nudo en la garganta.




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