ALESSANDRO SANTORO
Apago el cigarrillo del paredón donde me encuentro apoyado. La ansiedad me domina, es tanta que anoche no pegue un ojo. No dormí en lo absoluto, solo pensando en esta clase de… situación en la cual me veo envuelto. Básicamente, estoy en el ojo del huracán mediático. La noticia del año y el infeliz video ruedan por todas partes del mundo, llegando a ojos y oídos de socios importantes y personas influyentes.
Miro con fastidio mi teléfono, asqueado al darme cuenta de que ninguno de mis amigos me escribe o se toman la molestia de llamarme.
«Para amigos como esos ¿Para qué vas a querer enemigos?», resuella mi mente. Yo niego, un poco dolido, al darme cuenta de la realidad: Estoy solo y nadie está para apoyarme.
Trago saliva con sabor a tabaco y me incorporo cuando observo el auto donde llega mi abogada. Suspiro, aliviado de que hiciera presencia. Ya faltan minutos y apenas ahora es que se digna a llegar.
Empiezo a caminar, pero todas mis esperanzas se van al caño cuando observo a mí “abogada” salir del auto. Un traje color amarillo chillón, tanto que encandila, es lo primero que reluce.
Me detengo abruptamente, abriendo mis ojos de manera atónita.
Lo que se siguen son esos tacones negros… muy altos y patentes, seguido de ese escandaloso peinado que casi me hace gritar en mi lugar. Desde lo lejos puedo apreciar hasta su maquillaje y creo que le exploto una crayola en la cara… ¿Es que acaso cree que es una desgraciada actuación?
—¡Amigo! —la voz del hombre con el que hablé ayer se escucha a lo lejos. Yo me coloco los lentes con manos temblorosas y me escabullo detrás de un auto.
¡Me niego a permitir que esa Barbie rumbera me represente! ¡Voy a terminar preso!
La histeria me domina y lo primero que atina mi cerebro es que debo correr. ¡Correr por mi libertad! Lo hago con estrategia, metiéndome entremedio de los autos para llegar hasta la corte. Subo las escaleras con rapidez, tanta que siento mi pecho doler por la premura de mi huida.
Esto es un error, un error que me costará muy caro.
Llego al fin y al no advertir guardias cerca, cierro las puertas de la corte, me recuesto contra ellas, berreando al sentir como el aire me falta y me veo en la obligación de apoyar mis manos en mis muslos para tratar de recuperarlo poco a poco.
Me incorporo luego de varios minutos bajo la atónita mirada de una mujer que aparenta unos 22 años.
Es hora de usar los atributos benditos que Dios me otorgo.
—Hola, preciosa —me acerco con una sonrisa. Rápidamente, puedo notar como aquella se remueve sonrojada sobre su asiento.
—Bu-buenos días —tartamudea… ¡La tengo!
—Por casualidad ¿Sabrás que se hace en caso de tener un juicio y no tener abogado que me represente? —sus ojos se abren mientras escanea mi rostro.
—¿Tiene usted una citación? —entrecierra sus ojos en torno a mí.
—Si, pues, según mis anotaciones será dentro de 30 minutos —sonrío coqueto, de nuevo.
—Entonces tendremos que solicitarle un abogado público, ¿Señor…? —indaga sospechosa.
«Uhmm, traviesa», dice el diablillo.
—Alessandro —le guiño un ojo con coquetería—, Alessandro Santoro —repito pensando que peor es nada… prefiero un abogado público que esa mujer extravagante. Mis pensamientos se pierden cuando observo como sus ojos se abren más detrás de esas lentillas.
Una risa impertinente sale de ella.
—¡Por dios! —cae en cuenta y tapa su boca con la mano—. ¡Lo siento! Ya se me hacía conocido —se disculpa y toma su teléfono para mostrarme el clic que arruinó mi vida.
—¡Ya está bien! —le arrebato el teléfono para borrarlo.
—Bueno… lo borró —se alza de hombros en medio de una afirmación—, pero que sepa que está rodando por todo el mundo —agrega como si nada.
»Además, le hicieron hasta un meme ¿Quiere verlo? —cuestiona y yo lo único que quiero ver es mi funeral.
—¡No! ¡No quiero ver nada! —bramo entre dientes y limpiando la gota de sudor que emana desde mi cien.
Editado: 01.09.2022