Niñero por obligación

Episodio 10: "En la psiquis"

 

ALESSANDRO SANTORO

 

Estoy en la dirección del colegio de mis sobrinos, con una señora mirandome con gesto represivo y yo me siento intimidado... ¡Rayos!

 

—Tengo entendido que usted es el… niñero de Nicci y Lucas —la mujer con grandes lentes y muchas canas carraspea a la par que me escruta con atención, como si yo fuera una especie de extraterrestre.

 

—Sí, soy su tío también —confirmo cruzando mis piernas y acentuando mis lentes en mi nariz. Esos que me puse para verme más maduro.

 

—Bueno… verá, por lo general ellos son unos niños muy bien portados. Pero el día que usted olvidó pasar por ellos, bueno, se descontrolaron y primera vez que los veo tan desesperados en medio del llanto —explica y enseguida se me dificulta tragar saliva.

 

—Ese día tuve dificultades con el despertador. De verdad me siento muy apenado y culpable de ello, ya me he disculpado innumerables veces y hoy ya hacen dos días que no me dirigen la palabra —le cuento y ella asiente—. La verdad me da miedo, me da miedo su silencio porque no sé lo que están planeando —explico con grandes ojos, ella me mira sin entender.

 

—Sus padres me han advertido de su comportamiento, sin embargo, nunca se han presentado quejas de sus conductos. Sin embargo, veo que usted es algo inexperto en el área. Podemos instruirlo en los programas especiales que tenemos en esta institución, sé que no se parece, pero ser niñero cuando nunca ha practicado, es como ser padre primerizo. Nuestra institución dirige una ONG especializada —ella me tiene un panfleto que yo recibo con gesto imperturbable para ojear por encima. Un padre con un bebé me hace arrugar las cejas.

 

»A lo que quiero llegar con todo esto, es que vi los videos en las redes, señor Alessandro —su voz se cambia a una tensa y mis manos se cierran en puños en respuesta automática de mi cuerpo. Siento la tensión en cada vello sobre mi piel y mi respiración se torna errática.

 

—Y-yo… —tartamudeo incapaz de formular una respuesta cuerda. Sus ojos me escrutan como si fuese una abuela regañona.

 

—¿Usted? —cuestiona con pujanza, yo expulso todo el aire de mis pulmones. Empiezo a sentir el sudor exudar de mi cuerpo ante la ausencia de palabras que inunda mi cordura.

 

Pasan los minutos, la miro, me mira… siento que me reta con su mirada y yo solo quiero gritar y salir corriendo, sin embargo, me lleno de valentía. ¡Ya basta de lo mismo de siempre!

 

—Yo… la verdad es que necesito reivindicarme y demostrar que no soy todo eso que han dicho de mí —respondo alzando la mirada—. Sé que puedo cuidarlos, solo que, en serio, ellos no son niños fáciles y eso que solo llevo dos días en su casa —revelo cayendo desparramado sobre la silla.

 

Le cuento sobre la bienvenida que me dieron y mi intento de chef, ella escucha atónita y a veces suelta una risa que muere cuando yo la observo con seriedad. Esta mujer, por alguna, me inspira confianza.

 

—Me deja sorprendida la verdad, sin embargo… estoy segura de que ellos tienen ese comportamiento para llamar la atención —ataja y yo no entiendo. La duda se formula en mi rostro rápidamente.

 

»No suya, evidentemente —responde ante mi incertidumbre—. La de sus padres, sé que ellos se la pasan más viajando que con sus propios hijos, más que todo la madre, pues no sé cómo es la relación de ellos con su padrastro —ella acierta, el bombillo se prende en mi cabeza.

 

—Esa es una muy buena razón… imagino que ellos se sienten como yo cuando era chico. Con la diferencia que yo no me disfrazaba de satanás de medio metro —le cuento en un susurro, cambiando a muecas de horror cuando pienso en ellos, ella entorna sus ojos cálidos de abuela sobre mí.

 

—Yo digo que trates de ganarte su corazón, la inmadurez propia de los niños debe ser enfrentada con madurez —aconseja y enseguida bufo.

 

—Yo soy muy maduro —aclaro alzándome de hombros, ella me mira sobre sus lentes con una mueca.

 

»¿Qué? —cuestiono enseguida al darme cuenta de su gesto de incredulidad.

 

—Seamos sinceros, usted no es un hombre muy maduro que digamos —ella da su punto de vista y yo abro mi boca con una indignación que no puedo controlar.

 

—Claro que lo soy —refuto enseguida, moviendo mi cabeza en afirmaciones toscas sin poder ocultar el sentimiento de ofensa que se acumula en la boca de mi estómago.

 

—No lo es, señor Alessandro —ella insiste y yo me cruzo de brazos en mi lugar—. Me habla de esos dos niños como si fuesen satán en miniatura —yo asiento ante sus palabras con mis ojos abiertos de par en par.




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