ALESSANDRO SANTORO
Dejo que se vaya, dejo que se aleje lo más que pueda de mí porque sinceramente no sé cómo va a reaccionar mi cuerpo si voy detrás de ella y cumplo todo aquello que mi mente proclama ahora mismo.
—¡Ella se fue corriendo! —Los niños entran como torpedos por la puerta, yo suelto mi rostro entre mis manos para fijarme en ellos. Dejando de meditar para calmar la exaltación que me domina. Todo rastro de emoción muere cuando ambos duendes me miran con sus ojitos entrecerrados.
—Necesitaba llegar a su casa rápido, jugar luchitas la canso bastante —bufo en una excusa inútil. Yo cierro mis ojos ante la pésima formulación, sin embargo, ellos son niños… ¿Qué importa?
—¡No estaban jugando luchitas! —brama Nicci, yo abro mis ojos con horror ante sus palabras.
—¿Cómo? ¿Cómo sabes eso? —chisto casi atragantándome con mi saliva. Es una niña, no tiene por qué saber de esas cosas.
—¡Porque yo he jugado las luchas con mi hermano y yo nunca lo he ahorcado! —ella replica, yo me alivio mientras suelto todo el aire que había contenido en mis pulmones sin saber que lo había aguantado.
—Y no deberías ahorcarlo, son hermanos y los hermanos deben cuidarse. Ahora… nosotros tenemos una conversación pendiente que tiene que ver conmigo embarrado de mierda —bufo, recordando aquel momento que casi me hace tener un infarto, pero que gracias a mi abogada… olvidé por momentos.
Ambos niños me observan con grandes ojos, yo niego para posar mis manos sobre mi cintura. Me han hecho tantas de las suyas que esas miradas de curiosidad por saber que fue lo que me dijo Alessa brillan en sus ojitos pequeños y maliciosos.
—A la sala… ¡Ahora! —ordeno, sintiéndome traicionado por esos dos diablillos que me habían prometido portarse bien.
Ellos lo hacen primero y yo espero solo unos segundos, unos donde tomo un vaso de agua para pensar rápidamente en lo que paso minutos antes.
Suspiro saliendo de la cocina en total silencio, pero el sonido de unas vocecillas cuchicheando me hace detener.
—¡Seguro la estaba ahorcando porque quiso convencerla de que nosotros pusimos la caca en las escaleras! —la voz de Lucas resuena en tono de reproche.
—Pero si lo hicimos, Lucas… ahora él le hizo daño a ella por… —yo abro mi boca ante lo que ya sabía, pero que me alegra confirmar para saltar hacia donde ellos están.
—¡Aja! ¡Vieron que si me hicieron llenar de mierda! —hablo ofuscado. Ellos se sorprenden y enseguida Lucas empuja a su hermana.
—¡Eres una chismosa!
—¡No me empujes, niño tonto! —ella reprocha respondiendo con la misma agresividad. Yo tengo que correr para separar dos cuerpos enanos que quieren empezar a jugar luchas de verdad.
—¡Basta! —ordeno sosteniéndolos a ambos con mis brazos estirados y ambas manos sobre las frentes de estos niños para que no se golpeen.
—¡Ella es una chismosa! ¡Nunca podemos hacer nada porque ella nos delata! —pelea uno.
—¡Cállate! ¡Por tu culpa siempre nos regañan! ¡Por tu culpa mami nos castiga cuando llega! —ella se defiende con voz llorosa, yo trago saliva, decidido a evitar a toda costa el sonido de sus gritos que torturan mis oídos.
—¡He dicho que basta! —regaño en tono duro, al fin ambos se callan y se dejan de mover para alcanzarse.
«Funcionó», me aplaudo internamente.
—Primero toman asiento, tú allá —le señalo a Nicci el mueble de la derecha —ella asiente con mirada retadora—. Tú en el otro extremo —le indico a Lucas, ese que se va con gesto molesto y se siente en medio de un puchero de rabia.
»Creí que habíamos acordado que se portarían bien cuando llegará Alessa… sin embargo, lo primero que hacen en hacer que me embarre de caca de perro —bramo con los dientes apretados—. No obstante, la convencen a ella de que yo miento y ahora piensa que los maltrato… y ustedes creen que yo la maltraté y no —murmuro dispuesto a limpiar mi imagen dentro de sus locas cabecitas miniatura.
—Pero vimos que…
—Sí, sé lo que vieron —interrumpo—. Pero puedo jurar que no le estaba haciendo daño, yo sería incapaz de golpear a una mujer, de lastimarla siquiera, también sería incapaz de lastimarlos a ustedes. Son mis sobrinos, los niños que cuido y que se han portado terriblemente mal conmigo —les señalo con severidad—. No pienso permitir que lo que queda del fin de semana jueguen con algodoncillo, mucho menos que toquen sus consolas de juego o coman golosinas —murmuro con voz mandona, sintiéndome un adulto responsable que impone castigos.
Editado: 01.09.2022