NIÑO VILLA
- ¡Tomatela de mi casa pelotuda, tomatela! –le dijo a su esposa mientras su hijo observaba.
El pequeño Sebastián era testigo, nuevamente, de una pelea entre sus progenitores. Su padre era un borracho, un malandrín. Llegaba borracho a casa todos los días y golpeaba a su mujer y a su hijo. Norma le recriminaba siempre su condición, pero él jamás la escuchaba, y luego de los griteríos llegaba algún golpe. Infaliblemente encontraba motivo para golpearla. Era una persona de suma violencia. La pobre Norma no se podía defender, era menudita, no pllegaba al metro sesenta, muy flaca, huesuda, no al extremo pero si bastante escualida. El otro era un gordo de un metro ochenta, la doblegaba fácilmente. Escaparse no era una opción. Si lo hacía quedaba en la calle, y tenía que llevarse a Sebastián. Odiaba la idea de dejarlo sin un techo. Bien o mal, no pasaba los fríos de la calle. Fugarse era una locura, una traición a su hijo y sus propios ideales. Dejar a su retoño bajo el cuidado del simio ese era como empujarlo a un abismo.
A menudo, la convivencia se tornaba abrumadora, una autentica pesadilla. Todo sea por proteger a su niño. Si la comida no estaba hecha había pelea, si hablaban mientras miraba la tele y no podía escuchar algo, había pelea. Siempre encontraba algún motivo.
Sebastián tenía consuelo en el club, amaba el deporte, el futbol era una de sus pasiones. En la escuela era un chico aplicado, pese a sus limitaciones en la compra de materiales siempre se esforzaba por salir hacia delante; pero eso al padre no le importaba, quería llevarlo a trabajar. Decía que la escuela no servía de nada, “en la calle se aprende más” era su lema.
Una noche, como era costumbre, Norma discutía con el simio. Esta vez era por el asunto de sacar al hijo de la escuela y ponerlo a trabajar. Norma no quería, sabía que la escuela era el lugar indicado, pero el neandertal no estaba de acuerdo y se lo llevaría al día siguiente para que repartiera volantes en la calle.
Entre grito y grito, el simio le dio una bofetada a Norma. Apenas si pudo cubrirse. La insultaba, le decía que se fuera de la casa. Ella se acurrucó de cuclillas en el piso, tenía la cara entre las rodillas y los brazos apretados en sus orejas. El neandertal la golpeaba, le daba patadas y puñetazos en la nuca. Sebastián no lo soportaba más…
- ¡Déjala, hijo de puta! – le gritó el muchacho.
El neandertal volteó furioso.
- ¿Qué me dijiste pendejo de mierda? –le contestó su padre.
- ¡Déjalo, no le hagas nada, déjalo! –gritaba desesperada la madre mientras el simio hacía oídos sordos. Las suplicas no le importaban ni un poco.
Sebastián se vio acorralado, pero no huyó, y descargando su furia contra aquel simio le dio una trompada en el rostro. Lo dejó tambaleando. Buena zurra le había dado. Pero cuando las cosas a su alrededor dejaron de moverse, se tocó el rostro… sangre. El neandertal sangraba por la nariz, el golpe de Sebastián había sido realmente muy duro.
Centellos de furia se adueñaron del rostro de la bestia. Observó al niño con desquicia, sus ojos irradiaban crimen. El muchacho comprendió, que de no huir, recibiría cruel paliza. Pero no hizo a tiempo. El neandertal comenzó a golpearlo una y otra vez mientras lo insultaba y zarandeaba de un lado a otro como si fuera un pequeño trapo de piso. Luego de tanto golpe, Sebastián comenzó a sentirse débil, los oídos le zumbaban, estaba mareado. Utilizando sus últimas fuerzas empujó al simio y logró sacárselo de encima. Empezó a correr. Huyendo de la locura de aquella bestia fue a parar a la calle buscando refugio a la vista de las estrellas. El neandertal iba por detrás. Apenas salió su casa logró derribarlo fácilmente con una patada entre las piernas. Cayó en seco, y sin darle chances de levantarse comenzó a golpearlo sin piedad hasta dejarlo inconsciente. Los vecinos miraron a vista gorda. No era su asunto, mejor evitar los problemas. El simio concluyó la golpiza y se adentró a la casa como si nada. Dejó el cuerpo de su hijo en medio del frio suelo externo de la noche. Nadie llamó a la ambulancia. Un patrullero policial apareció entonces en su recorrido habitual, pero no le dio importancia. Lo dejaron allí, tendido en el suelo. Sebastián murió, y cuando los medios dieron su noticia la gente no parecía conmocionada, siquiera reaccionaron. Pese al muchacho ser un estudiante aplicado, con sueños de ser alguien y salir de su deplorable situación, la gente osó en catalogarlo como delincuente. Su condición de niño villa era suficiente para los señalamientos y la discriminación, y aquellos, los que vieron la noticia desde su casa, cruelmente dijeron…
- Ma`que, mejor, uno menos.