No Confíes en tu Reflejo

Capítulo 1: La Casa de la Abuela

El ataúd de la abuela apenas pesaba.

Clara lo pensó mientras sostenía una de las asas, sus dedos entumecidos por el frío de la madera pulida. A su lado, su tío Ernesto respiraba con dificultad, los nudillos blancos alrededor del otro extremo. El resto de la familia caminaba detrás, en un silencio roto solo por el crujido de las hojas secas bajo sus zapatos.

—Era hora —susurró tía Margarita, secándose los ojos con un pañuelo que olía a lavanda y mentiras—. La pobre ya estaba cansada.

Clara no respondió. Sabía que nadie en su familia había visitado a la abuela en los últimos cinco años, salvo para llevar comida una vez al mes y asegurarse de que no hubiera "incidentes". Incidentes. La palabra sonaba inocente, pero Clara recordaba demasiado bien la última vez que había estado en esa casa. Tenía doce años, y la abuela la había agarrado del brazo con una fuerza que no correspondía a sus setenta y ocho años, susurrándole al oído: "No mires al espejo del baño después de las tres. Él está más despierto entonces."

Nadie le creyó, por supuesto.

La lectura del testamento fue en el despacho del notario, un hombre pequeño con gafas tan gruesas que sus ojos parecían peces detrás de un acuario.

—La señora Valdez ha dejado la propiedad de la calle Humboldt a su nieta, Clara Isabel Mena —anunció, ajustándose las gafas.

Un murmullo incómodo recorrió la habitación. Su tío Ernesto palideció.

—Esa casa no es para una chica de veintidós años —dijo, con una voz que intentaba sonar autoritaria pero que se quebraba al final—. Hay que venderla.

—Hay una cláusula —interrumpió el notario—. La propiedad no puede ser vendida, alquilada o demolida durante un mínimo de cinco años. Si Clara rechaza la herencia, pasará a manos del municipio.

Clara sintió cómo todos los ojos se volvían hacia ella. Sofía, su mejor amiga, que había ido "por apoyo moral", le apretó la mano bajo la mesa.

—Me quedo con la casa —dijo Clara, antes de que alguien más pudiera hablar.

La mudanza fue rápida.

Sofía y Lucas, su amigo de la facultad de psicología (que nunca perdía la oportunidad de bromear sobre "traumas familiares reprimidos"), la ayudaron a llevar las cajas. La casa parecía más pequeña de lo que recordaba, pero el olor era el mismo: a tierra húmeda, a velas derretidas y a algo más, algo que se pegaba al fondo de la garganta como un caramelo ácido.

—Tu abuela era una witchy woman —canturreó Lucas, abriendo las cortinas del salón—. Mira estos santos, todos boca abajo. ¿Era fan de El Santo o qué?

—Cállate —le tiró Sofía un cojín—. Clara, ¿estás segura de que quieres quedarte aquí? Tu tío no paraba de decirme cosas raras mientras cargábamos el auto.

Clara fingió no escucharla. Estaba demasiado ocupada mirando la puerta del baño, cerrada con un candado oxidado.

—¿Alguien más tiene hambre? —preguntó Lucas—. Podríamos pedir pizza y hacer una noche de películas de terror. Casualidad temática.

—No —respondió Clara, sacando un llavero del bolsillo—. Vosotros podéis iros. Quiero estar sola.

La primera noche fue silenciosa.

Demasiado silenciosa. Clara se acostó en el dormitorio de la abuela (no podía soportar entrar en el que había sido "su cuarto" de niña) y se quedó mirando las sombras que el viento dibujaba en el techo. A las 3:07 AM, un sonido la despertó: toc, toc, toc.

Como si alguien rascara la puerta desde dentro.

Se levantó, siguiendo el ruido hasta el baño. El candado seguía en su sitio, pero ahora notaba frío, como si una corriente de aire helado escapara por debajo de la puerta.

—¿Abuela? —susurró, sin saber por qué lo decía.

El ruido se detuvo.

Y entonces, desde el otro lado, algo respondió con tres golpes más.



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 09.10.2025

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