El sonido de la cerradura al girar resonó como un disparo en el silencio de la casa. Clara apretó el pestillo con dedos temblorosos, clavando la mirada en la fina línea de luz que se filtraba bajo la puerta del baño. El corazón le martillaba las costillas, cada latido enviando oleadas de adrenalina quemante por sus venas.
No es real. No puede ser real.
Se obligó a soltar el pomo, dejando que sus uñas —ahora medio melladas de tanto forcejear con el candado— se clavaran en las palmas de las manos. El dolor era tangible, familiar. Un ancla a la realidad.
El pasillo frente al baño estaba vacío, bañado en la luz mortecina de la lámpara de sal que Sofía le había regalado "para las malas vibras". Las sombras se retorcían en los bordes, danzando al ritmo de la tenue llama interior. Clara contó hasta diez en voz baja, escuchando.
Nada.
Solo el crujido ocasional de la vieja estructura de la casa y el lejano rumor del viento acariciando los cristales de la ventana del desván.
—Estás imaginando cosas —susurró, frotándose los brazos para calmar la piel de gallina que los cubría.
Decidió refugiarse en la cocina. Una taza de té. Eso necesitaba. Algo caliente que le bajara el pulso acelerado y le recordara que seguía siendo una adulta funcional, no una niña asustada de cuentos de fantasmas.
El agua estaba a punto de hervir cuando lo oyó.
Tac. Tac. Tac.
Pasos claros, medidos, recorriendo el pasillo de arriba.
La cuchara de metal se le resbaló de los dedos y cayó al suelo con un estrépito que hizo que se estremeciese. Clara contuvo el aliento, los ojos clavados en el techo. Los pasos se detuvieron justo encima de donde ella estaba.
La habitación de la abuela.
El silbido de la tetera la hizo saltar. Con movimientos mecánicos, apartó el recipiente del fuego, notando cómo el vapor le quemaba los dedos sin apenas registrarlo. Los pasos habían vuelto. Más lentos ahora. Casi... curiosos.
Tac... Tac... Tac...
Bajando las escaleras.
Clara se pegó a la nevera, buscando a tientas el cuchillo de cortar pan que había dejado en la encimera. El mango de madera le proporcionó un frágil consuelo.
Los pasos se detuvieron al otro lado de la puerta de la cocina.
El pomo giró levemente.
—¿Q-quién está ahí? —su voz sonó quebrada, infantil.
Ninguna respuesta.
El pomo dejó de moverse.
Clara sintió una gota de sudor frío deslizarse por su espina dorsal. Esperó. Un minuto. Dos. Cuando el miedo fue más fuerte que el terror a lo que pudiera estar esperando al otro lado, se abalanzó hacia la puerta y la abrió de golpe.
El pasillo estaba vacío.
Pero el espejo del recibidor —un pequeño ovalo que su abuela usaba para revisarse el pelo— reflejaba algo que no debería estar allí.
Clara se vio a sí misma, pálida como un espectro, con el cuchillo levantado en una mano temblorosa. Pero no estaba sola.
Detrás de ella, apenas visible en los bordes del reflejo, una figura alta y oscura se inclinaba hacia adelante, como si llevara siglos esperando a que ella se diera la vuelta.
El cuchillo cayó al suelo.
Cuando Clara giró sobre sus talones, no había nadie. Solo el pasillo vacío y el viento jugando con las cortinas del comedor.
Pero en el espejo, durante un instante que le quemó la retina, la figura seguía allí.
Y ahora tenía la boca abierta en un grito silencioso.
Editado: 09.10.2025