El sonido del martillo al caer al suelo fue ahogado por el latido furioso de la sangre en los oídos de Clara. Los fragmentos del espejo yacían esparcidos como un mosaico de pesadilla, y en cada uno, durante un instante que le heló el alma, creyó ver un destello de movimiento, un retorcimiento de sombras que se desvanecía tan pronto como lo percibía. El alarido que había resonado en sus huesos se apagó, dejando un silencio cargado, denso, como si la casa contuviera la respiración.
—¡Lo has roto! —Sofía jadeó, con los ojos desorbitados y fijos en los restos del espejo—. ¡Dios mío, ¡Clara, lo has roto!
Clara no respondió. Su mirada se clavaba en los pedazos de cristal. No había sangre, ni ningún rastro de aquella entidad, solo el brillo mortecino del vidrio roto bajo la luz del techo. Pero el frío no se había disipado. Si acaso, era más intenso, un gélido manto que se enroscaba alrededor de sus tobillos.
—El diario… —murmuró Clara, su voz ronca—. La abuela escribió… «Si el espejo se rompe, él será libre».
El rostro de Sofía perdió lo poco que le quedaba de color. Un fragmento de cristal, cerca de su pie, crujió. No fue pisado. Simplemente se partió en dos, como si una presión invisible lo hubiera reventado desde dentro.
—Tenemos que irnos. Ahora —urgió Sofía, agarrándola del brazo.
Clara se dejó arrastrar, sus piernas se sentían de plomo. Bajaron las escaleras a trompicones, la atmósfera de la casa se había vuelto opresiva, hostil. Cada sombra parecía alargarse hacia ellas, cada crujido era un susurro amenazante. Al llegar a la puerta principal, Clara tiró del picaporte con desesperación.
No cedió.
—¡No! —gritó Sofía, forcejeando con la cerradura—. ¡Está trabada!
Clara se volvió, escaneando la sala con mirada salvaje. Las ventanas. Todas ellas, que daban al jardín trasero, estaban cerradas con llave por dentro. Una tarea que ella no recordaba haber hecho.
—Él no quiere que nos vayamos —susurró Clara, una revelación terrible asentándose en su estómago.
Un golpe sordo y húmedo resonó en el piso de arriba. Luego otro. Y otro. Como algo pesado y blando siendo arrastrado por el pasillo.
Sofía soltó un sollozo ahogado. Clara, con una determinación nacida del puro terror, corrió a la cocina y agarró una silla pesada de roble.
—¡Aléjate! —le gritó a Sofía.
Con un grito de esfuerzo y rabia, estrelló la contra la ventana más grande del comedor. El cristal debería haberse hecho añicos. En su lugar, la silla rebotó con un sonido hueco, como si hubiera golpeado una pared de piedra. Ni un solo rasguño quedó en el vidrio.
—No puede ser… —Sofía se desplomó contra la pared, enterrando el rostro en las manos.
Clara se apoyó contra la puerta principal, jadeando, la desesperación cerrándole la garganta. Fue entonces cuando, a través del óvalo de vidrio esmerilado de la puerta, vio una figura moverse en el porche. Una silueta encorvada.
Con una esperanza renovada y feroz, golpeó la madera con los puños.
—¡Ayuda! ¡Por favor, estamos atrapadas!
La figura se detuvo. Clara siguió golpeando, gritando, hasta que una voz anciana y áspera, cargada de fastidio, respondió desde el otro lado.
—¿No se le va a pasar ya el berrinche, señorita? Algunos intentamos descansar.
Era el vecino. El anciano del rancho contiguo, al que apenas había saludado un par de veces. Sin pensarlo, Clara gritó de nuevo.
—¡La puerta no abre! ¡Ayúdenos a salir!
Hubo un silencio. Luego, la voz del anciano volvió a oírse, pero el tono había cambiado. La irritación había dado paso a una cautela gélida.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Qué han hecho?
Clara intercambió una mirada con Sofía. El sonido de arrastre en el piso superior había cesado. Un silencio aún más aterrador lo había reemplazado.
—Rompimos un espejo —confesó Clara, su voz quebrada—. En el baño de arriba.
La respuesta del anciano fue un suspiro largo y tembloroso, cargado de un pesar que parecía arrastrar siglos.
—Estúpidas… —murmuró, y luego, con más fuerza—: Estúpidas. Aguanta.
Clara oyó un ruido metálico en el otro lado de la puerta. No era una llave. Sonó más bien como un cuchillo largo siendo insertado en la ranura entre la puerta y el marco. El anciano murmuró algo, palabras bajas y guturales que Clara no pudo distinguir. Un olor a hierbas secas y tierra húmeda se filtró por la rendija.
De pronto, con un chasquido sordo, el picaporte giró por sí solo.
Clara no lo dudó. Abrió la puerta de golpe, arrastrando a una Sofía casi paralizada hacia el porche, bajo la pálida luz de la tarde.
El anciano las miró. Era un hombre menudo, encorvado por los años, con un rostro surcado de arrugas profundas y ojos de un azul descolorido que, sin embargo, poseían una lucidez inquietante. Sostenía un cuchillo de cocina manchado de algo oscuro y un pequeño saquito de tela desgastada del que emanaba ese olor a hierbas.
—Adentro. Las dos. Rápido —les ordenó, sin darles tiempo a respirar el aire libre. Su mirada no estaba en ellas, sino escrutando la oscuridad del interior de la casa por encima de sus hombros.
Editado: 30.10.2025