La cocina del señor Walter se había convertido en un refugio precario. El té se enfriaba en las tazas mientras la tarde moría lentamente fuera de las ventanas. El anciano se movía con una energía nerviosa que desmentía su edad, sacando velas gruesas de cera de abeja del cajón de un aparador y atando manojos de ruda y salvia con un hilo rojo.
—Esto no las protegerá —murmuraba, más para sí mismo que para ellas—, pero puede que les dé tiempo para correr si logra debilitarlo.
Sofía observaba, hipnotizada, mientras el hombre trazaba líneas de sal fina en los umbrales de las puertas y ventanas. Clara, en cambio, no podía apartar los ojos de la ventana que daba a la casa de su abuela. La fachada parecía devorar la poca luz que quedaba, volviéndose una silueta recortada contra el cielo crepuscular. Le pareció ver un movimiento en una de las ventanas superiores, una cortina que se agitaba sin viento.
—Necesito ir al baño —anunció Sofía, rompiendo el silencio cargado.
El señor Walter asintió con la cabeza sin dejar de atar sus hierbas. —Al final del pasillo, a la izquierda. No se demore.
Cuando Sofía salió de la cocina, Clara se volvió hacia el anciano. —Usted dijo que era imposible destruirlo. ¿Entonces qué hacemos? ¿Huir?
Walter suspiró, dejando el manojo de hierbas sobre la mesa. —Huir es lo que él quiere. Lo debilita estar lejos del espejo, o de lo que quede de él. Pero si usted se va, se llevará el rastro de sangre que lo ata a usted. Se alimentará de su miedo en la distancia, se hará más fuerte en la oscuridad de cualquier lugar donde usted duerma, y cuando esté lo suficientemente fuerte… encontrará la manera de tomar lo que quiere. Aquí, al menos, estamos en territorio conocido. Elena puso protecciones en esta casa también, hace mucho tiempo.
Clara miró a su alrededor, notando por primera vez los pequeños símbolos grabados en el marco de la puerta de la cocina, casi borrados por el tiempo, y la piedra negra colocada sobre el dintel. Su abuela había estado aquí, había hecho lo mismo que él estaba haciendo ahora. Una red de seguridad para el único hombre que conocía su secreto.
—Señor Walter —dijo Clara, su voz temblorosa—. En el sueño… dentro del espejo… vi algo. Alguien. Se parecía a mí, pero no era yo.
El anciano la miró, y en sus ojos Clara vio un reconocimiento terrible. —El doble. El eco. Es la primera máscara que usa. Se alimenta de su esencia, de su reflejo, para construir una imitación. Cuanto más la observe, más perfecta será la copia. Hasta que sea lo suficientemente real como para… intercambiar lugares.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Clara. Recordó la sonrisa en el espejo empañado, el parpadeo desincronizado. No era solo un espectro; era un usurpador.
Sofía regresó al cabo de unos minutos, su rostro aún pálido pero más compuesto. Se sentó y tomó su taza de té frío, bebiendo un sorbo con decisión.
—¿Estás bien? —preguntó Clara.
—Sí, solo que… —Sofía frunció el ceño—. El espejo del baño de aquí es raro. Me miré para arreglarme el pelo y juré que… bueno, no importa. Probablemente solo son mis nervios.
Clara y el señor Walter intercambiaron una mirada. El anciano se puso de pie de inmediato.
—Muéstrame.
El baño era pequeño, impecablemente limpio. El espejo sobre el lavabo era un modelo sencillo, con marco de aluminio. Nada que ver con la pieza ornamental de la casa de la abuela. Clara se acercó a él con cautela.
Al principio, solo vio su reflejo. La misma mujer cansada y asustada que había visto toda la tarde. Ojeras marcadas, cabello revuelto, la huella del miedo grabada en cada rasgo. Respiró hondo, tratando de calmar el temblor de sus manos. Su reflejo hizo lo mismo.
Y entonces, Clara parpadeó.
Su reflejo mantuvo los ojos abiertos.
Fue solo una fracción de segundo, un instante tan breve que habría podido atribuirlo al cansancio. Pero su instinto gritó. Se quedó quieta, conteniendo la respiración, observando fijamente la imagen en el cristal.
Ella no sonreía. Su rostro era una máscara de preocupación y agotamiento.
En el espejo, la comisura de sus labios comenzó a curvarse lenta, deliberadamente, hacia arriba. No era su sonrisa. Era una expresión ajena, un gesto robado y mal ensayado que no llegaba a sus ojos, que permanecían vacíos, como dos pozos oscuros. La sonrisa se amplió, volviéndose burlona, triunfal, un rictus de pura malicia que le heló la sangre.
—¿Lo ves? —susurró Sofía, su voz quebrada por el terror.
Clara no podía apartar la mirada. Su propio rostro, distorsionado por esa sonrisa obscena, la observaba desde el otro lado del cristal. Levantó una mano temblorosa y tocó su propia mejilla, fría y pálida. En el espejo, su reflejo imitó el movimiento, pero los dedos de esa otra Clara se deslizaron por la piel con una sensualidad perturbadora, y la sonrisa se hizo aún más amplia, como si disfrutara de su horror.
—Sal de ahí —murmuró Clara, sin aliento.
La sonrisa en el espejo se desvaneció, reemplazada por una expresión de desprecio infinito. Entonces, los labios de su reflejo se movieron, formando palabras silenciosas que Clara entendió con perfecta claridad:
Editado: 30.10.2025