No Confíes en tu Reflejo

Capítulo 10: La Advertencia

El alivio que había traído la llamada de David se evaporó, reemplazado por un frío más penetrante que el de la noche invernal. La imagen de su reflejo frunciendo el ceño, de ese «No» silencioso, se había grabado a fuego en la mente de Clara. Ya no era una víctima pasiva; era un obstáculo en el camino de algo inteligente y malévolo.

El señor Walter insistió en que durmieran, o al menos que intentaran descansar. Sofía, exhausta, logró dormitar en el sofá de la sala, arropada con una manta gruesa. Pero Clara no podía cerrar los ojos. Cada vez que lo intentaba, sentía el peso de una mirada sobre ella, una presencia que estudiaba cada uno de sus respiros.

—No podrá entrar —murmuró el anciano, sentado en su mecedor frente a la puerta principal, una vieira de plata desgastada en una mano—. Las protecciones de Elena lo mantendrán alejado. Pero su mente… su mente es otro campo de batalla.

Decidida a encontrar más respuestas, Clara sacó el diario de su abuela de la mochila. Lo había traído consigo casi sin pensar, un talismán de la verdad en medio de la locura. Bajo la tenue luz de una vela, volvió a sus páginas. Había leído sobre el encierro, sobre el sacrificio de su abuelo, pero necesitaba entender el «porqué». ¿Por qué ese espejo en particular? ¿Por qué su familia?

Pasó las páginas que ya conocía, llegando a entradas más antiguas, donde la caligrafía de su abuela era más firme, menos cargada de desesperación. En una entrada fechada meses antes de la llegada del espejo, encontró la primera pista crucial:

«15 de marzo de 1954. Eduardo ha vuelto del viaje al norte fascinado. Habla de un anticuario, un hombre de modales suaves y ojos demasiado viejos para su rostro, que le mostró una pieza única. Un espejo del siglo XVIII, obra de un ocultista francés obsesionado con la dualidad del alma. El hombre le dijo a Eduardo que el espejo no mostraba el reflejo, sino el «potencial», el yo que podría haber sido. Le habló de duplicar esencias, de capturar almas gemelas. Mi Eduardo, siempre tan crédulo, está embelesado. Yo solo siento un profundo malestar.»

Clara pasó las páginas con dedos que empezaban a temblar. La siguiente entrada relevante estaba fechada después de la muerte de su abuelo, escrita con una letra temblorosa, casi ilegible, como si la mano que la escribió apenas tuviera fuerzas:

«2 de noviembre de 1955. He consultado los textos antiguos, los que mi madre me dijo que nunca debía desenterrar. El ocultista no quería duplicar almas. Quería almacenarlas. El espejo no es un espejo. Es una prisión. Una matriz diseñada para guardar almas, para sustraer la esencia de quien se mira en él y guardarla como una batería, como combustible para algo más grande, para el «Morador» que habita en su núcleo. Eduardo no fue poseído por un fantasma. Su alma fue… consumida. Y el Morador tomó su lugar, usando su cuerpo como un traje. Yo no maté a mi esposo. Maté la cáscara que lo contenía. Y luego encerré al verdadero monstruo en su celda de cristal, usando los restos del alma de Eduardo como cebo y cerradura. He encerrado al carcelero con su presa. Dios me perdone.»

Clara dejó el diario caer sobre su regazo. El aire le quemaba los pulmones. No era un espíritu atrapado. Era un depredador. Un «Morador» que se alimentaba de almas, que usaba los cuerpos como disfraces. Y el espejo era su despensa y su guarida. Su abuela no había encerrado a su abuelo; había encerrado a la cosa que se lo había comido.

La comprensión fue un golpe físico. Ella no estaba siendo acosada por el fantasma de su abuelo. Estaba en el punto de mira de un parásito interdimensional que quería su esencia, su cuerpo, su vida. Y David… David era una fuente de vitalidad, de «alma» fresca y fuerte. Un aperitivo antes del plato principal.

El cansancio, finalmente, venció a la adrenalina. Clara se recostó contra la pared, el diario abierto sobre sus piernas, y sus parpadas, pesadas como plomo, se cerraron. No soñó. O tal vez sí, pero no con el lugar de los espejos torcidos. Esta vez, fue una pesadilla de sensaciones: frío, una presión en el pecho, y la aterradora certeza de no estar sola en su propia piel.

Algo la despertó.

No fue un ruido. Fue un cambio en la calidad de la oscuridad. La vela se había consumido, pero la luna llena filtraba su luz fantasmal por la ventana de la cocina. Clara estaba tumbada en el suelo, con una manta sobre los hombros. Sofía roncaba suavemente en el sofá de la otra habitación. El señor Walter, en su mecedor, parecía dormitar, su pecho se elevaba y descendía con lentitud.

Y entonces, lo vio.

Al otro lado de la cocina, colgaba un pequeño espejo decorativo, un marco ovalado con flores pintadas que reflejaba la puerta del pasillo. Y en ese espejo, Clara se vio a sí misma.

Ella estaba quieta, tumbada en el suelo.

Pero su reflejo en el espejo ovalado… se movía.

Se estaba incorporando lentamente, con un movimiento fluido y sinuoso que su cuerpo real no realizaba. En el cristal, su imagen se sentó, luego se puso de pie. Se estiró con una languidez felina, girando la cabeza de un lado a otro como si probara un nuevo cuerpo. Luego, se volvió y miró directamente hacia el lugar donde el cuerpo real de Clara yacía.

Y sonrió. La misma sonrisa burlona y llena de malicia que había visto en el baño.

Clara no podía moverse. No podía gritar. Estaba paralizada, un espectador de su propia usurpación. Observó, horrorizada, cómo su reflejo en el espejo comenzaba a caminar, alejándose de la imagen de su cuerpo dormido, adentrándose en la profundidad del pasillo que el espejo reflejaba. Un pasillo que no existía en la casa del señor Walter.



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 30.10.2025

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