La mañana llegó pálida y fría, sin haber disipado el miedo que se había instalado como una niebla espesa en la casa del señor Walter. Clara no había vuelto a dormir. Se había quedado sentada en el suelo, con la espalda contra la pared y los ojos fijos en el espejo ovalado, esperando que el movimiento regresara. No lo hizo, pero la amenaza latía en el aire, un zumbido apenas audible en el silencio.
Sofía se despertó con pesadillas, hablando de espejos que se quebraban en pedazos que las cortaban. El señor Walter, pese a su edad, parecía haber resistido mejor la noche, su determinación forjada en el conocimiento del peligro. Preparó café fuerte y espeso, y el aroma a tierra tostada llenó la cocina, un pobre sustituto de la normalidad.
—Tu novio llegará pronto —dijo, sin mirarla, mientras colocaba una taza frente a ella—. Recuerda, Clara. Lo que sea que habla contigo a través de los reflejos es un mentiroso. Un imitador. No es tu abuelo. No es un fantasma. Es un parásito. Y verá en él una oportunidad.
Clara asintió, apretando la taza con ambas manos para que dejaran de temblar. Las palabras del diario resonaban en su cabeza: «guardar almas», «el Morador». David no era solo su novio; era un objetivo.
Poco antes de las once, un coche se detuvo frente a la casa. A través de la ventana, Clara vio a David bajarse, estirando su espalda alta después del largo viaje. Llevaba una chaqueta de cuero marrón y una mochila al hombro. Verlo, real y tangible en la luz del día, le provocó una punzada de esperanza tan aguda que casi fue dolorosa.
Salió corriendo a su encuentro antes de que él pudiera acercarse a la casa de su abuela.
—¡David!
Él se volvió y su rostro, inicialmente relajado, se nubló de preocupación al verla. Clara sabía cómo debía verse: pálida, ojerosas, con la ropa arrugada y el pelo revuelto, toda ella temblando ligeramente a pesar del débil sol.
—Dios mío, Clara —la envolvió en un abrazo fuerte, cálido—. Estás helada. ¿Qué diablos ha pasado?
Ella se aferró a él, enterrando el rostro en su chaqueta, respirando su olor a limpio y a camino. Por un momento, se sintió a salvo.
—Es la casa —murmuró—. Hay algo malo en ella.
David la sostuvo a distancia de los brazos, escudriñando su rostro. Sus ojos, marrones y prácticos, buscaban señales de enfermedad, de fiebre.
—Me lo has dicho por teléfono. Pero ver es creer, y… me asustas. Vamos, entra. Cuéntame todo con calma.
La llevó hacia la casa del señor Walter. Al anciano no pareció sorprenderle su llegada. Asintió con la cabeza en un saludo silencioso mientras David se presentaba.
—David Lorenz. Usted debe ser el señor Walter. Clara me habló de usted. Gracias por cuidar de ella.
—Ella es la que necesita cuidado, joven —respondió Walter con seriedad—. Más de lo que usted cree.
David frunció levemente el ceño, pero no dijo nada. Su mirada recorrió la cocina, deteniéndose en las velas de cera de abeja medio consumidas, en los manojos de hierbas atados con hilo rojo, en las líneas de sal junto a las puertas. Clara vio cómo su expresión se volvía ligeramente incrédula, aunque disimulaba bien su escepticismo por educación.
Se sentaron a la mesa de la cocina. Clara, con Sofía a su lado conteniéndole la mano, comenzó su relato. Esta vez, fue más detallada. Le habló del espejo, de los parpadeos desincronizados, de las palabras en el vaho, de la figura oscura, del diario de su abuela, incluso de la sonrisa que no era suya. Omitió, una vez más, la pesadilla de estar dentro del espejo y haber visto su reflejo moverse por sí solo. Eso era demasiado.
David la escuchó en silencio, sin interrumpir. Su rostro era una máscara de concentración, pero Clara, que lo conocía tan bien, vio el escepticismo arraigando en sus ojos. Cuando ella terminó, él respiró hondo.
—Clara, cariño —comenzó, con la voz suave que usaba para calmar a los animales asustados en el laboratorio de biología—. Eso es… mucho. Has pasado por un estrés increíble. Mudarte sola, una casa antigua, la muerte reciente de tu abuela… Son factores que pueden jugar con la mente. Y lo del monóxido de carbono no es una tontería; en casas viejas con calefacciones mal ventiladas, es más común de lo que crees. Puede causar alucinaciones, paranoia…
—¡No son alucinaciones! —protestó Sofía, apretando la mano de Clara—. Yo también lo he visto. El espejo del baño de aquí… se movió.
David miró a Sofía con una lástima gentil.
—El miedo es contagioso, Sofía. Y estás intentando ayudar a tu amiga, lo cual es admirable. Pero tenemos que buscar explicaciones racionales primero.
—El diario de mi abuela —insistió Clara, deslizándolo por la mesa hacia él—. Leelo. Ella lo sabía. Ella lo encerró.
David abrió el diario con cuidado, hojeando las páginas. Clara vio cómo sus ojos recorrían la entrada sobre el ocultista francés, sobre el espejo diseñado para «guardar almas». Sus labios se fruncieron.
—Clara, esto… son los escritos de una mujer que estaba sufriendo. Que acababa de pasar por un trauma terrible. Es comprensible que buscara explicaciones sobrenaturales para una tragedia. No podemos tomarlo al pie de la letra.
La frustración brotó en Clara como un géiser. Él no lo entendía. No quería entenderlo.
Editado: 30.10.2025