El viaje de regreso a la casa del señor Walter fue un silencio espeso y cargado. David caminaba como un sonámbulo, su mirada fija en un punto lejano e inexistente. El escepticismo que había sido su armadura se había resquebrajado, dejando al descubierto una vulnerabilidad desnuda y temblorosa. Clara lo observaba de reojo, sintiendo una mezcla de alivio y de un nuevo y más profundo temor. Ahora él lo sabía, pero ese conocimiento lo convertía en un blanco.
El señor Walter los esperaba en la puerta, su rostro anciano era un pozo de serena resignación. No hizo preguntas. La expresión de David era respuesta suficiente.
—El té está caliente —dijo simplemente, y se hizo a un lado para dejarlos pasar.
David se dejó caer en una silla a la mesa de la cocina, frotándose los ojos con los dedos pulgar e índice como si pudiera borrar lo que había visto.
—No tenía… pupilas —murmuró, más para sí mismo que para ellas—. Cuando sonrió, por un segundo, sus ojos eran solo… negros. Vacíos.
Clara se estremeció. Ella no había visto eso. Solo había notado la desincronización, la sonrisa burlona. La entidad estaba mostrando diferentes facetas de su horror a cada uno, adaptándose a sus miedos.
—Es el Morador —dijo Clara suavemente, colocando una mano sobre la suya—. El diario de la abuela lo llama así. Se alimenta de almas. Y está probando contigo.
David alzó la mirada, y por primera vez, Clara vio un miedo genuino en sus ojos, el mismo miedo primitivo que ella había estado sintiendo durante días.
—¿Contigo también…? —preguntó, su voz ronca.
—Conmigo empezó con un parpadeo —confesó Clara—. Luego fue una sonrisa. Luego… moviéndose sola. Cada vez es más fuerte. Más real.
Sofía, que había estado observando en silencio, se envolvió más en su chal.
—¿Y ahora qué? ¿Si nos vamos juntos? ¿A mi departamento en la ciudad?
El señor Walter negó lentamente con la cabeza, llenando tres tazas con el té humeante.
—Huir no servirá. Como les dije, el rastro que lo ata a Clara es de sangre y de esencia. La seguirá. Y ahora —su mirada se posó en David—, ha probado un nuevo sabor. Su interés se ha diversificado. Iría con ustedes, y en un lugar lleno de gente, de espejos, de reflejos… sería una carnicería silenciosa.
David palideció visiblemente. La lógica de la situación, por retorcida que fuera, empezaba a asentarse. No se trataba de creer o no creer. Se trataba de un depredador con reglas propias que ellos acababan de infringir.
—Tenemos que romperlo —dijo David, con la determinación repentina del que busca una solución tangible—. No los fragmentos. El marco. Quemarlo. Reducirlo a cenizas.
—Su abuela lo intentó —respondió Walter—. Dijo que el fuego no lo tocaba, que el metal se enfriaba al instante, que la madera no ardía. No es un objeto normal. Está… imbuido. Consagrado a su propia existencia.
La frustración llenó la pequeña cocina. Estaban atrapados en una pesadilla con reglas que no podían cambiar.
—Entonces, ¿solo nos queda esperar a que nos ataque? —preguntó Sofía, su voz temblorosa.
—No —dijo Clara, con una calma que le sorprendió a ella misma—. Tenemos que entenderlo mejor. El diario habla de un ritual. Un ritual para encerrarlo. Mi abuela lo hizo una vez. Tal vez nosotros podamos… reforzarlo. O encontrar una manera de invertirlo.
David asintió, aferrándose a ese hilo de lógica dentro del caos.
—Sí. Okay. Okay. Eso es… algo. Investigamos. El diario, los símbolos del marco. Todo.
Pasaron la tarde sumergidos en una investigación febril. David, con su mente científica, tomó notas, dibujó los símbolos del marco del espejo a partir de la descripción de Clara y los fragmentos que recordaba. Comparó los relatos del diario con lo que ellos habían experimentado, buscando patrones, debilidades.
Clara se sumergió de nuevo en las páginas de su abuela, buscando cualquier mención al ritual de contención, a las palabras usadas, a los materiales. Encontró vagas referencias a la sal, a la ruda, a la plata, a la sangre como catalizador… pero los detalles cruciales estaban ausentes, como si su abuela hubiera tenido miedo de escribirlos, de que cayeran en manos equivocadas.
Sofía se encargó de buscar en internet, aunque la conexión era deficiente. Encontró mitos sobre doppelgangers, sobre espíritus de los espejos en diferentes culturas, pero nada que se pareciera exactamente al «Morador».
La tensión era palpable. Cada crujido de la casa hacía que todos se tensaran. David, en particular, parecía nervioso. Se levantaba con frecuencia, iba a la ventana, miraba hacia la casa contigua. Clara notó que evitaba mirar directamente cualquier superficie reflectante.
En una de esas ocasiones, David fue al baño. Cuando regresó, unos minutos después, su rostro estaba pálido, una fina capa de sudor le brillaba en la frente.
—¿Estás bien? —preguntó Clara.
—Sí, sí —respondió demasiado rápido—. Solo… cansado.
Pero Clara notó que sus manos temblaban ligeramente. Y cuando se sentó, por un instante, sus ojos se encontraron con los de ella y Clara vio algo. No el vacío negro del que había hablado, sino un destello de algo… ajeno. Un brillo de cálculo frío que no era de David.
Editado: 30.10.2025