La confesión del señor Walter había envenenado el aire. La idea de que el Morador quería forzarla a repetir el sacrificio de su abuela, a mancharse las manos con la sangre de David, era tan monstruosa que Clara sentía que su mente se negaba a aceptarla. Era una pesadilla dentro de otra pesadilla, un eco perverso que resonaba a través de las décadas.
El Dr. Moss intentaba elaborar una teoría, hablar de simetría energética y patrones arquetípicos, pero sus palabras sonaban huecas. Sofía lloraba en silencio en un rincón. El señor Walter parecía haberse encogido, consumido por el peso del secreto que había guardado durante tanto tiempo.
Fue en medio de ese letargo de desesperación cuando llamaron a la puerta.
Un golpe seco, normal, que sonó absurdamente fuera de lugar.
Todos se quedaron inmóviles, mirándose entre sí. ¿Quién podía ser? El Dr. Moss se acercó a la ventana con cautela y descorrió una esquina de la cortina.
—Es… David —anunció, con un tono de incredulidad absoluta.
Clara se abalanzó hacia la puerta, pero el señor Walter la agarró del brazo con una fuerza sorprendente.
—¡Espera, niña! —su voz era una advertencia áspera—. ¿Cómo es posible?
Pero Clara ya no escuchaba. Arrancó su brazo de su agarre y abrió la puerta de golpe.
Y allí estaba.
David. De pie en el porche, iluminado por la pálida luz de la tarde. No tenía el pelo revuelto, ni la ropa arrugada. No parecía haber pasado más de un día atrapado en una dimensión espejo. Estaba impecable. Demasiado impecable.
—David —susurró Clara, una oleada de alivio tan abrumadora que casi la derribó. Dio un paso hacia adelante para abrazarlo, pero se detuvo en seco.
Algo estaba mal.
Él no sonreía. No mostraba alivio, ni miedo, ni la más mínima emoción. Su rostro era una máscara serena, casi impasible. Sus ojos, esos ojos marrones que ella conocía tan bien, tenían una profundidad plana, como si miraran a través de ella, hacia algo que solo él podía ver.
—David? —repitió, su voz temblorosa—. ¿Estás bien? ¿Cómo… cómo saliste?
Él parpadeó lentamente, como si procesara la pregunta.
—No fue necesario salir —respondió, y su voz era la de David, pero el tono era extrañamente uniforme, carente de la calidez y las inflexiones que lo caracterizaban—. Solo era cuestión de entender. De aceptar.
Clara sintió un escalofrío. Esas palabras… no eran de David.
—¿Aceptar qué? —preguntó Sofía, que se había acercado detrás de Clara, su rostro era una mezcla de esperanza y recelo.
David—o lo que fuera—volvió su mirada plana hacia ella.
—La inevitabilidad.
Sin esperar una invitación, pasó junto a Clara y entró en la casa. Caminó con una calma que era antinatural, cada movimiento preciso y económico. Se dirigió directamente a la cocina y se sirvió un vaso de agua, bebiendo un sorbo con parsimonia.
El señor Walter, el Dr. Moss y Sofía lo observaban como si fuera una serpiente que hubiera entrado en su refugio. Clara no podía apartar los ojos de él. La alegría inicial se había convertido en una aprensión que le helaba las entrañas.
—David —dijo el Dr. Moss, con cautela—. ¿Puedes contarnos qué pasó? ¿Dónde estuviste?
David dejó el vaso sobre la mesa con un suave clic.
—Estuve donde debía estar. Aprendiendo. —Su mirada se posó en Clara—. Él tiene un mensaje para ti.
—¿Quién? —preguntó Clara, aunque ya sabía la respuesta.
—El que habita en los umbrales. Dice que el juego de la resistencia ha terminado. Que el puente está completo. Ya no necesitas buscarme en los espejos, Clara. Estoy aquí.
Fue entonces cuando Clara lo notó. Mientras David hablaba, una ráfaga de viento hizo moverse la cortina de la ventana de la cocina, y la luz del sol se reflejó en la superficie bruñida de la tetera de metal que estaba sobre la estufa.
Todos tenían un reflejo distorsionado en el metal abombado. Sofía, con sus brazos cruzados. El Dr. Moss, inclinado hacia adelante. El señor Walter, tenso en su silla.
David no.
Donde debería estar su imagen, solo había un vacío. La tetera mostraba la pared detrás de él, la cortina moviéndose, pero su figura no proyectaba ningún reflejo. Era como si no estuviera realmente allí.
Clara contuvo el aliento, sus ojos se encontraron con los de Sofía, que también lo había visto. El terror en la mirada de su amiga confirmó que no era una ilusión.
David—la cosa que usaba su forma—siguió hablando, aparentemente inconsciente o sin importarle.
—La oferta es simple —prosiguió, con esa voz plana y serena—. Puedes seguir luchando. Puedes intentar encerrarme de nuevo, aunque tu abuela, con todo su conocimiento y su… determinación, solo pudo lograrlo con un precio que la atormentó hasta la tumba. —Hizo una pausa, y por primera vez, una esquina de su boca se curvó ligeramente. No era una sonrisa. Era el gesto de alguien que está a punto de ganar una partida de ajedrez—. O puedes aceptar la paz. La transición no tiene por qué ser dolorosa. Él puede ser muy gentil. Como lo ha sido conmigo.
Editado: 30.10.2025